Dos fragmentos de «Ojos que lloran», novela hasta ahora inédita de Aleksándar Vutimski

Portada y ficha de Ojos que lloran (2025) de Aleksándar Vutimski

 

Aleksándar Vutimski (1919–1943), seudónimo de Aleksándar Kótsev Vútov, fue un poeta búlgaro del siglo xx. Casi toda su familia se vio afectada por la tuberculosis y en su niñez se mudó de Svoge, su ciudad natal, a la capital búlgara. Cursó estudios de Filología Clásica en la Universidad de Sofía.

En su poesía, dedicada a su ciudad y al amor, domina una percepción del mundo nostálgica y melancólica bastante novedosa para el panorama literario búlgaro del momento. Vutimski es uno los primeros autores búlgaros en tratar el homoerotismo y la estética en su obra.

Aleksándar Vutimski no logró publicar ningún manuscrito durante su corta vida. Sus primeros poemas fueron publicados en revistas literarias de la época como Uchenicheski podem (Auge Estudiantil). Sus obras más importantes aparecieron en la revista literaria y de arte Zlatorog (Cuerno de Oro). Ha sido objeto de estudio por parte de numerosos críticos literarios, y es considerado uno de los poetas búlgaros modernistas más significativos pero menos conocidos. Murió en 1943 en un sanatorio de Yugoslavia a la temprana edad de veinticuatro años.

Hace poco se publicó la primera traducción de su obra a nuestra lengua, Cuaderno azul (La Tortuga Búlgara, 2025), a la que ahora se suma la publicación de Ojos que lloran (coedición de La Tortuga Búlgara y Caleidoscopio de libros, 2025), título aparecido recientemente en España que inaugura la colección Libros del Kappa.

Ojos que lloran (2025) es una novela con tintes autobiográficos donde, por primera vez, el sentimiento homoerótico logra materializarse con esplendor en la literatura búlgara. Una narración donde abundan imágenes y descripciones en las que el silencio, los gatos callejeros, la lluvia, las farolas y la intensidad del color azul trasladan al lector a la decadente vida nocturna de la ciudad y sus tabernas repletas de prostitutas, conciertos improvisados y ebrias trifulcas. El poeta búlgaro Aleksándar Vutimski logra retratar, con una prosa excelsa y alambicada, la compleja naturaleza de las relaciones humanas.

Bulgaria en el preludio de la Segunda Guerra Mundial. Un grupo de jóvenes bohemios y alcoholizados trata de orientarse errando de taberna en taberna. Víctor es un gandul cuyos padres no saben qué hacer para reconducir su vida. Una noche va a una fiesta y acaba hechizado por el atractivo de Grígori, un muchacho alto y esbelto que hipnotiza a quienes lo miran con su forma de bailar y su elegante figura. Víctor se integra en el grupo de amigos de Grígori, pero este pronto es hospitalizado por tuberculosis. Tania y Nikolái, una pareja con idas y venidas, sumergen a Víctor en los antros más excéntricos de la noche sofiota. Grígori sale pronto del sanatorio y el grupo de amigos continúa sus andanzas por las calles, parques y tabernas de la ciudad, tratando de dilucidar sus sentimientos.

Cabe añadir que la novela nunca ha sido editada como libro en Bulgaria y solo puede encontrarse en una edición que contiene el archivo personal del autor. Los dos capítulos que ponemos a vuestra disposición pertenecen al inicio de la novela Ojos que lloran (2025).

Capítulo I y II de Ojos que lloran (2025)

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Nunca escribiría porque es un sinsentido. A pesar de que durante toda mi vida solo he causado y vivido sinsentidos. ¿Para qué evitar las locuras si dan forma a mi vida? Sin ellas no existiría; no estaría hoy aquí.

Recuerdo a un muchacho peculiar. Puede que ahora esté escribiendo sobre él. ¡No es para menos! Se llamaba Víctor Goránov. Sus ojos eran oscuros y húmedos. Cantaba romances y tangos sentimentales con total pasión. Cuando bailaba, los movimientos de sus rodillas y brazos caían en frenesí, y hacían que se moviera como un negro. ¡Hipnotizante belleza!

Puede que alguna vez Víctor deseara ser artista. Puede que su nombre hubiera llegado a embellecer los afiches más brillantes de los grandes teatros. Quién sabe… Las mujeres lo amaban, siempre lo amarán, aunque nunca llegó a ser artista, ni se casó con una mujer adinerada, ni poseyó millones. Llevó una vida lamentable, propia de un chalado. ¡Pobre Víctor! ¿Por qué?

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Nevaba sobre la vieja ciudad. Nevaba en silencio sobre las solitarias farolas, las blancas ventanas, los árboles. Víctor adoraba la nieve… Observaba los grandes y luminosos tranvías bajo el crepúsculo. Los policías permanecían en los cruces cubiertos de blanco. Un niño reía mientras sus manos trataban de cazar copitos de nieve.

Víctor caminaba alegre. Era un buen día… Ya no pensaba en nada, ni siquiera soñaba con nada… Se limitaba a sonreír. Su deseo es que siempre, siempre, oscureciera sobre las casitas argentadas y la nieve. Se detuvo frente a una puerta y permaneció durante un buen rato de espaldas. Cuando tocó el timbre era ya muy de noche y las farolas resultaban grandes y lucían argentadas entre los copos que caían.

Le abrió el anfitrión. Un muchacho joven e imberbe.

—Hola —le dijo de manera familiar—. Has tardado un poco, ¿no?… Venga, pasa. —Era el momento más animado de la noche.

Tras sacudirse la nieve, Víctor le dio la mano, se quitó el abrigo y con cuidado colocó sus zuecos en el rincón de la puerta. A continuación, se fueron abriendo más puertas: en un gran salón con sillones unos hombres permanecían sentados, envueltos por el humo del tabaco, varias parejas bailaban rumba, sobre una mesita azul barnizada y bajo una gran lámpara china de colores se apreciaba el tocadiscos negro… Víctor avanzaba en silencio, la suave alfombra persa estampada de tonos oscuros estaba recogida junto a la pared. Se presentó a varios hombres y mujeres, se sentó en un pequeño sofá y miró tras la ventana. Las cortinas eran de seda amarilla y estaban algo levantadas. La nieve ya no podía apreciarse… Víctor empezó a aburrirse.

¡Rapsodia en azul! —gritó alguien a su oído. Víctor se sobresaltó. Resulta que había un muchacho a su lado en el mismo sofá. Un muchacho curioso. Sin duda, muy curioso. Víctor lo miró con asombro.

Rapsodia en azuuuuuul… Venga… ¡Rápido! —gritó el muchacho y se levantó—. Sus ojos emanaban una inusual luz verdosa. Era alto, su figura era delgada y elegante, y sus manos se movían de forma brusca y tierna. De tez pálida, su cabello rojizo, o dorado, caía sobre su frente rodeándola como un resplandeciente halo.

¡Rapsodia en azul! —continuó gritando ronco el muchacho. Se notaba que estaba ebrio.

El tocadiscos seguía puesto. Rapsodia en azul de George Gershwin comenzó a sonar con el alocado y tierno bramido del clarinete. Los huéspedes estaban en su sitio… Solo aquel muchacho alto y delgado permanecía de pie en el centro de la habitación con el rítmico tembleque de sus hombros.

—¡Grisha! —aclamaban todos desde su sillón—. ¡Venga, Grisha, dale!

Entonces Víctor presenció algo extraordinario.

Aquel muchacho alto y elegante empezó a girar sobre una de sus piernas con sus brazos extendidos. Después, con un movimiento repentino y apasionado inclinó su cabeza hacia atrás y comenzó a bailar. Oh, ¡menudo baile!… Un baile sin reglas ni instrucciones. Un caos total de dedos, hombros y rodillas vibrando que podían doblarse en cualquier momento. Apasionados e inesperados saltos.

Víctor lo miraba hipnotizado: la desmesurada expresividad de su rostro, sus temblorosos labios y sus alocados ojos delirantes que no lograban distinguir a nadie… Mientras tanto, el muchacho bailaba soltando algún que otro gemido. Gemía junto al tocadiscos entre alocados y tiernos chillidos.

El tocadiscos se detuvo. El muchacho se tambaleó del cansancio. Empezó a jadear por la tos apoyado en el sofá; temblaba y posó sin querer una mano sobre la rodilla de Víctor.

—¡Bravo! —exclamó alguien—. Los huéspedes aplaudieron. Los bailes y la charla se reanudaron.

Una hora más tarde Víctor tuvo una breve conversación con el anfitrión en la cocina.

—No conozco a la mayoría —dijo Víctor.

—¿No te lo estás pasando bien?

—Sí, bueno…

—¿Te gusta alguna chica?

—Hay una rubia con el pelo rizado y con los ojos oscuros…

—Y con unos muslos… Es Marche. No está nada mal. La favorita de todos.

—Y… este, el que estaba bailando… No lo había visto en ningún sitio. Está un poco loco, ¿no?…

—¡No, hombre!… Es Grisha… Está borracho. Es buen chaval. Algo peculiar… Siempre anda con una gente… No he visto nada igual. ¿Quieres que te presente a los demás? ¡Son todos raros! ¡Una panda de borrachos!… Los he invitado para que el ambiente fuera más diverso. Aunque para ellos no hay nada como las tabernas.

Durante la cena, Víctor se sentó enfrente de Grígori, que estaba hablando entre risas con otro joven a su izquierda. Bebían sin parar y brindaban. De repente, Grisha se levantó de su sitio y un instante después todos oyeron cómo le gritaba a una chica:

—Tania, quiero que brindemos juntos y nos marquemos un brüderschaft.

La chica lo miró y sonrió agotada.

—¿Me escuchas, Tania? —Grígori zapateaba como un niño—. Oye, que te lo digo de verdad. Si me rechazas no voy a volver a mirarte nunca más.

Tania volvió a mirarlo y esta vez murmuró sin sonreír.

—Que no quiero, Grisha —insistió.

De pronto Grígori se enfureció y Víctor escuchó unas palabrotas que rara vez había oído.

Grígori expulsó como un volcán todo tipo de términos zoológicos, improperios serviles e insultos.

—Está borracho —dijeron algunos de los huéspedes y se levantaron. El anfitrión permanecía perplejo.

El amigo de Grígori se levantó y, mientras agarraba con ternura la mano de Tania, le susurró algo en su pequeña oreja, que llevaba un pendiente de plata con una piedrecita rojiza.

Entonces Víctor vio a la chica levantarse en silencio, sonriendo, con la copa en mano, y delante de todos los huéspedes, dijo:

—Oye, Grisha, nosotros somos amigos, ¿no?

La muchacha acarició su mejilla, se bebió todo el vino de un trago y a continuación lo besó. Grisha se volvió a sentar en la silla, ya satisfecho. Su amigo hablaba animado y gastaba bromas, mientras hacía esfuerzos para apaciguar aquella mala e inesperada impresión.

—Debería rehabilitarse. Y si no nos canta algo, que nos recite algún poema —comentó la muchacha.

Él levantó su copa y continuó tras un distendido suspiro:

—Bebo por la salud de nuestro amigo, cuyo santo celebramos hoy, así como por el ambiente tan agradable que tenemos todos los que estamos aquí. ¡Abajo esas sonrisas de preocupación! Hemos venido a celebrar un santo. El vino es garantía suficiente de que nuestra celebración será buena y sincera. ¡Que viva esa juventud borracha que se ama!

Víctor se dejó llevar por el entusiasmo del grupo. Echó vino en su copa y bebió. Sintió cómo algo cosquilleaba en su pecho. Estaba alegre. Entonces olvidó la nieve. La infinidad de la nieve. Las áureas farolas. Veía cómo las copas se rozaban. El vino destellaba bajo las lámparas chinas… Todos reían.

Grisha recitó parte de un poema revolucionario de Vladimir Mayakovski:

¡A fuego,
a llama,
a hierro,
a luz,
abrasa,
quema,
corta,
destruye!

Grisha gesticulaba enérgico y gritó:

—Como escrito por nosotros. ¡Así será el mundooo!

Los invitados le aplaudían entusiasmados. Y tras una inesperada y elegante reverencia, Grisha añadió:

—Profundo poema… Pero no me pega… El autor delira con fusiles, explosiones y rebeliones. Y en realidad, lo que yo desearía es que el mundo se embriagara y comenzara a bailar claqué.

Los invitados cantaban, los invitados bailaban. Entre ellos, Víctor bailaba junto a la muchacha de ojos verdes. Grisha entonaba una canción de jazz junto a la puerta. Víctor lo miró y se marcó frente a él un extraordinario y flexible movimiento con todo su cuerpo, propio de un negro.

Grisha detuvo la canción por un momento y fijó en él su mirada… Víctor logró entablar conversación con él y sus amigos. Estaba borracho, algo mareado, muy alegre. Cuando la gente empezó a marcharse era tarde y ya había dejado de nevar.
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Delante de la puerta de la taberna había un pequeño muñeco de madera con una boina de colores y botones amarillos. En verano parecía que sonreía e incluso parecía moverse. Las niñas se detenían frente a él con sus vestiditos de colores y lo miraban con admiración. Pero ahora el viento lo mecía sobre su base de madera, la lluvia lo embarraba, se estaba volviendo más amarillento por la nieve y se mostraba cada vez más desgastado. Parecía triste, desamparado.

Antes de entrar, Víctor leyó el nombre del local, El Gallo Verde, que estaba dibujado con grandes letras negras. «Aquí es», pensó y a continuación abrió la puerta con cuidado.
Entre la cargante y casi traslúcida humareda los objetos palidecían y parecían estar más alejados. Un grupo de clientes borrachos estaba sentado en pequeñas sillas de mimbre alrededor de unas mesas de piedra. Parejas ebrias bailaban en mitad de la mugrienta taberna.

En la esquina más alejada, bajo el gran reloj, estaba sentado Grígori junto a sus amigos. Todos hablaban a la vez, fumaban y reían. Y frente a ellos había una enorme botella vacía. Víctor se acercó lentamente. En un cartón cuadrado de color azul colgado sobre la pared leyó la cromática inscripción: club de las agujas seguras. En la pared había un dibujo de un negro bailando claqué con un bastón y una chistera.

Con un alfiler Grígori estaba inscribiendo en un cartoncito clan de los gandules.

—Oh, mirad a nuestro viejo amigo —gritó de pronto Tania, que llevaba puesta una blusa amarilla con una mancha. Sus labios sostenían un cigarrillo, estaba algo borracha y despeinada.

—Siéntate con nosotros —le dijeron invitándolo.

Grígori miraba callado a Víctor que se sentó frente a él sin darse cuenta y, desconcertado, no sabía qué decirle. Grígori miraba ese cabello negro, esos ojos oscuros y esos labios grandes y candentes, esa esbelta figura, algo encogida en ese momento, e inesperadamente postergada en el rincón más alejado y oscuro de la recóndita taberna El Gallo Verde.

—Yo soy Nikolái Tómov —se presentó de repente el amigo de Grígori—. Y estos son mis amigos… Nosotros no tenemos nada para beber —continuó Nikolái, susurrándole a Víctor en la oreja, mientras lo miraba de arriba abajo sin cortarse—. Si tienes dinero, pídete algo. Somos gente alegre e inteligente. Y tenemos buena conversación. Pero sobre todo… ¡Más que nada somos unos borrachos! Y al que no le guste, ¡que coja la puerta!

Víctor golpeó la mesa con el cenicero.

Cuando el vino ya brillaba traslúcido tras las copas sus rostros sonreían apacibles. Nikolái se sentó junto a Víctor y en silencio le llenó la copa de vino. Las copas resonaban al rozarse. Todos se pusieron de pie para cantar una alegre canción callejera… El primer brindis lo hicieron en honor a Víctor.

—Nos encanta el alcohol —decía Nikolái Tómov algo inclinado, tranquilo, con gestos seguros—. Bebemos con los gitanos y los limpiabotas en las tabernas más recónditas. Pero no somos ni gitanos ni unos imbéciles… Uno puede ser un borracho, pero ante todo debe ser sofisticado, de buen ver y fuerte… Porque lo importante no es qué se hace, sino cómo y con qué gusto.
En el escenario, un hombre triste de complexión grande y rostro inmóvil extendía su acordeón. Otro tocaba el violín y cantaba afligido.

Un tango en aquella vieja y recóndita taberna… Un tango entonado por una voz ronca, algo fingido. Los caballeros borrachos, con sus boinas y sus ásperas manos, invitaban a sus damas. Damas no muy elegantes, ni sobrias, pero sonrientes y libres, aunque sus vestidos resultaran ya algo desgastados y sus viejos bolsos tuvieran la piel raída.

—Esta inscripción está de más —dijo Grígori, mirando al cartoncito de la pared. clan de los gandules—. Ya está, ¡menos mal! Y arrancó aquel inútil cartel.

Grígori se puso a bailar con una muchacha y, como estaba tan ebrio, le tocó los pechos y la besuqueó en el hombro. Los que presenciaron la escena se rieron a carcajadas.

Víctor estaba algo borracho y Nikolái bailaba sosegado con Tania, mientras clavaba su mirada en sus oscuros ojos. Los dos estaban bebidos, pero no llegaban a besarse. Solo se miraban a los ojos… y bailaban un lento y apacible tango.

El acordeón cambió drásticamente de compás. ¡Rumba! Las parejas se volvieron frenéticas, sus cuerpos se retorcían en un caótico baile mientras gemían y se apretujaban.

Tania seguía bailando con su Nikolái mientras lo miraba a los ojos. Pero ya empezaba a sentirse cansada, a toser y a jadear. Nikolái la levantó en brazos, de forma que sus piernas quedaron suspendidas en el aire y se balanceaban extenuadas, bailando un rato furiosas mientras Tania apretaba su cabeza en el hombro de Nikolái… y una vez el baile hubo terminado, ella se levantó pálida y se dirigió sola hacia la pared, jadeando, agarrándose los pechos con las manos, mientras abría sus grandes ojos de los que manaban lágrimas como poseída por la locura.

—¡Tania, vete! —dijo Nikolái—. Te gusta mucho armar jaleo… Vete ya.

Tania, callada, inclinó la cabeza, cogió su manto arrugado y, tras decir adiós con la mano, se marchó en silencio hacia la salida.

—Está enferma —dijo Nikolái tomando asiento—. ¡Ya está bien!

Todos se echaron vino y se lo bebieron de un trago.

—Tiene tuberculosis —continuó Nikolái, encendiendo a un lado su cigarrillo—. Estoy esperando a que se muera para quedarme algo más libre. Ya estoy cansado… de ser una oficina de caridad. Pero parece que no piensa morirse, ¡joder! Y me quiere, una locura… Ya está.

Seguro que ya era demasiado tarde. Víctor ya no pensaba en el tiempo. La pequeña orquesta de la taberna había cesado. Grígori no veía a nadie, seguro que ni siquiera oía nada. Parecía un sonámbulo… ¡Un viejo borracho! Con apenas veinte años. Seguro tendrá los veinte.

—Te llamabas Víctor, ¿no? —dijo de repente Grígori agachándose—. Eres muy simpático, ya me di cuenta cuando te vi en el santo de Bogomil. Tienes una expresión curiosa, tus ojos también, nunca he visto nada igual… Oh, esta noche estoy muy borracho. ¿No lo ves?… Estoy loco… Ahí fuera está nevando, caen grandes copos; infinita nieve. Las farolas resultan frías y lejanas. Los cables tiemblan por el roce imperceptible del viento; blanquecinos y argentados cables; un bajo e incomprensible soniquete…

A continuación agarró la mano de Víctor y fijó su tierna mirada en sus ojos. Grígori palideció: sus ojos y los movimientos de sus labios y manos mostraban extrañeza. Su voz a momentos resultaba tierna y de bajo tono, hasta cariñosa, para que al final de la frase lograra apreciarse su brusco carraspeo.

Hacia la pequeña ciudad polvorienta,
donde usted pasó su niñez
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Cantó Grígori bajito una canción melancólica de Vertinsky que contaba la historia de una muchacha solitaria de una pequeña y vieja ciudad polvorienta que había encargado en París un hermoso traje en primavera, para poder soñar con carruajes, pajes y bailes… y, sin embargo, bailaba sola en su habitación con un pálido príncipe imaginario. Pero:

En esta ciudad soñolienta
carente de bailes,
y sin ninguna carroza decente,
pasaban los años. Usted languideció,
también se marchitó el vestido,
su vestido divino
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Grígori cantaba ahora casi susurrando sin apenas moverse. O… puede que no cantara, sino que hablara, y sus palabras sonaran como una emocionante melodía, repleta de ternura y sufrimiento; silentes y lejanas palabras, casi inaudibles… Más adelante la canción decía que al final los sueños de la muchacha se cumplieron: llevaba su preciado traje, ya algo gastado; tras el coche fúnebre la gente la seguía; las plumas de luto se balanceaban sobre caballos ciegos; el viejo sacerdote mecía apacible el incensario.

Así, en primavera, en ese postizo
y ridículo carruaje
usted se dirigió al baile de Dios
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Terminó la canción. Grígori recitó los últimos versos dos veces, los labios le temblaban de dolor y tenía los ojos medio cerrados… La armónica volvió a sonar. Víctor le besó las manos.

—Siéntate a mi lado —dijo Grígori y llenó las dos copas.

Víctor se cambió de una parte de la mesa junto a la pared y los dos brindaron con sus copas y bebieron.

—Estoy mal, Víctor. Sufro. Los tengo a todos, pero nadie viene hacia mí. Puedo hacer que me besen los pies. Que se arrastren, se retuerzan… ¡Todos!… Pero no los quiero. Me resultan ajenos.

Todos, Víctor… Los desprecio. ¡Blandengues!… ¡Cobardes! ¡Gentuza!… Solo se la juegan por lo seguro, por el beneficio… Yo me la juego por el sinsentido, por la nada… Nosotros nos la jugamos por el propio riesgo… Puedo emocionarme con un simple atardecer… Y bebo en la taberna mientras cae la lluvia. Y le sonrío al sol que recuerdo como un enorme cisne blanco reflejado en la copa de vino…

»Oh, amo los bailes y la locura, y las mujeres histéricas… y el alcohol, ¡el alcohol ante todo! Amo los ojos que contemplan habitáculos inexistentes… Y tú tienes esos ojos, Víctor. Mírame…

Víctor puso las manos sobre las suyas. Estaban borrachos.

—Grisha —le dijo Víctor—. Qué cosas más raras dices. Pero ¿por qué a mí? ¿Por qué a mí…? Soy muy pequeño, Grisha. Ya comprenderás lo pequeño que soy.

De todas formas Víctor era consciente de que cuando Grisha decía «ellos» se refería a toda la gente del mundo excepto a sí mismo, y cuando decía «nosotros», quería decir él mismo y el grupo de amigos que se juntaban para ir de fiesta por las tabernas.

—Voy a bailar —exclamó Grígori.

La taberna ya se estaba vaciando. Había silencio… Se percibían las agujas rítmicas del reloj. Grígori empezó a levantarse.

—Quiero bailar… Makárich, toca un tango, por favor. Un tango lento y bajito… Víctor va a bailar conmigo… ¿A qué sí, Víctor? No te importa, ¿verdad? Aquí todo está permitido.

Bailaron juntos. Muy emocionados… sus hombros se balanceaban, sus manos se tocaban desde la distancia, sonrientes, ebrios… El oscuro y apasionado rostro de uno junto al tierno y pálido rostro del otro, con su transparente y brillante cabello. Sin duda una vista peculiar y bella en aquella vieja taberna que se estaba ya desvaneciendo, donde un hombre triste y corpulento tocaba como si estuviera inmerso en un sueño, y caía rendido sobre su armónica bajo el inmóvil reloj de la pared…

Una hora más tarde todo el grupo empezó a marcharse en silencio de la taberna. Se despidieron en un cruce.

—Voy contigo —le dijo Víctor tambaleándose un poco.

—¿Adónde? —le preguntó Grígori—. Es muy tarde. Hay que dormir. Mañana nos vemos otra vez.

—Si no dejas que me vaya contigo ahora, estaré toda la noche deambulando por la ciudad.

—Estás muy borracho. ¡No vas a poder deambular con este frío!… No lo hagas, Víctor, ¡escúchame!

—Grisha, he caído muy bajo —se lamentó Víctor de súbito—. Nunca voy a llegar a nada más… Nada va a salir de mí.

Ojos negros, ojos negros —cantaba Grígori.

Ojos negros, ojos negros —cantaba Víctor.

Los dos se agarraron de la mano y perdieron el equilibrio. Las casas eran negras y grandes, las calles infinitas y silentes. Como si los únicos habitantes de la ciudad fueran las farolas.

—Qué silencio —dijo Grígori y se detuvo bajo una farola—. Va a nevar, va a nevar… Siento cómo van cayendo los copos de nieve.

—Se llama Neli —empezó a hablar Víctor—. Tiene los ojos profundos y negros. Es frágil y elegante… La conocí en el monte Vítosha, cuando subía entre la nieve en dirección a la cabaña y se cayó en mitad del camino como una pequeña estatuilla de porcelana. La cogí en mis brazos, Grisha, pero pesaba muy poco. Nevaba, Grisha… Por la noche salimos juntos de la cabaña, solos… y me besó, Grisha… me besó, querido Grisha… Pero ahí quedó todo. Neli… Neli… —gemía en voz baja Víctor con una expresión extraña, bella y doliente en su rostro, con sus ojos grandes, nublados; ojos que no veían nada…

Grígori lo miraba sorprendido. ¡Qué rostro!… Podría dibujarlo. Sin duda. Si supiera dibujar… Emocionado, Grígori lo agarró de los hombros y clavó una profunda mirada en sus ojos.
Víctor se sobresaltó.

—Grisha —le dijo Víctor y lo miró durante un rato—, Grisha, estás loco…

A continuación ambos se quedaron callados a la sombra de un enorme edificio. Por la calle no pasaba nadie. Estaba todo en silencio.

De pronto, Víctor tomó la cabeza de Grígori entre sus manos y lo besó en silencio; lo besó en los labios, con un leve quejido, temblando entre fuertes abrazos.

Cuando Grígori volvió en sí, pudo ver a lo lejos la figura de Víctor sumida en la oscuridad; huía de aquel oscuro callejón sin salida sin detenerse, sin girarse y sin caerse, bajo los fríos e indiferentes rostros de las farolas…

Grígori suspiró y se sentó exhausto y perplejo en la acera.
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De Ojos que lloran (La Tortuga Búlgara y Caleidoscopio de libros, 2025)

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