Érase un conflicto más que aceptado. La eterna y supuesta disputa entre Luis de Góngora y Francisco de Quevedo
Escribe| Juan Manuel Díaz Ayuga
Artículo publicado originalmente en Témpora Magazine el 2 de octubre de 2014
De entre los numerosos conflictos, rencillas y relaciones de enemistad que pueblan las páginas de la historia de la literatura española, una de las más conocidas y estudiadas es, sin lugar a dudas, la que supuestamente existió entre don Luis de Góngora y Argote (1561-1627) y don Francisco de Quevedo y Villegas (1580-1645). No obstante, a la luz de las últimas investigaciones, cabe plantearse hasta qué punto fue real la inquina, el odio y la eterna animadversión con las que siempre se han definido los encuentros literarios y personales entre ambos autores.
Sobre la relación entre estos dos genios del Barroco español se ha escrito mucho, quizá demasiado si consideramos que dicha investigación, en su mayoría, parte de la base, apenas cuestionada, de la existencia de un profundo odio que ambos se profesaron hasta su muerte. La bibliografía al respecto está plagada de enunciados valorativos que califican una y otra vez la relación por su agresividad, su rencor desmesurado y su crueldad sin límites. No es de extrañar, por lo tanto, que un estudioso como Luis Astrana Marín, dedicado al estudio de la biografía de Quevedo, señalase, por ejemplo, que esa enemistad «creció en encono y acritud con los años, hasta resolverse en odio mortal»; de la misma forma, tampoco nos sorprende que algunos autores, que sobre el tema han escrito, descubran a cada paso en la obra de estos dos escritores ataques secretos e imperceptibles a su respectivo rival, aun cuando no exista una alusión clara. El problema se agrava si tenemos en cuenta, además, que, con frecuencia, la crítica ha trascendido el enfrentamiento personal entre ambos personajes para convertirlo en una batalla ideológica y estilística que situaría a cada autor en un extremo de la conocida dualidad entre las tendencias conceptista –relacionada con la moral estoica y el desapego de la realidad mundana que caracterizaría a don Francisco– y culterana –en relación con el apego de don Luis a la vida terrena–. No en pocas ocasiones la crítica ha decidido tomar partido por uno u otro contrincante, como si de unas elecciones políticas se tratase, desprestigiando de paso la vida y obra del rival.
Superar los prejuicios existentes en torno a estas dos figuras es, cuando menos, una tarea ardua y compleja, pues, como señala Amelia de Paz,«la polémica de marras pertenece al acervo intocable de las creencias colectivas», de tal manera que un estudio sobre las relaciones entre Góngora y Quevedo, que pretendiese ser exhaustivo y veraz, debería desprenderse de toda opinión anterior y partir de las pruebas documentales que lleven al origen mismo de los encuentros entre ambos. No obstante, el análisis de los textos que aún conservamos como testimonios de la época presenta, a su vez, una serie de dificultades, siendo las principales, entre otras, la cuestión de la autenticidad, el anonimato y la posible suplantación de identidad. Muchas de las sátiras personales que circulaban en el momento eran anónimas por motivos obvios: el temor a una posible represalia –literaria o personal– por parte del ofendido. Este es el caso, por ejemplo, de Lope de Vega, que solía tirar la piedra y esconder la mano con sus acusaciones anónimas, pues era consciente de que su vida tumultuosa y «poco moral» podía ser un blanco fácil para las críticas de sus enemigos. En este sentido, es difícil establecer a ciencia cierta qué sátiras pertenecen efectivamente al Fénix y cuáles le han sido atribuidas a lo largo de los años. Es interesante señalar, a este respecto, que el supuesto origen que atribuyen los estudiosos a la polémica entre Góngora y Lope –entre quienes sí existió una rivalidad documentada– esté desvirtuado, en realidad, por un caso de falsa atribución. Al parecer, la pugna entre ambos poetas habría comenzado con la imitación grotesca por parte de Góngora del romance de Lope «Ensíllenme el potro rucio» y con la consiguiente rabia de este, al que no le habría sentado nada bien la parodia, titulada: «Ensíllenme el asno rucio». Explicación plausible en principio si no fuese porque –como recientemente se ha demostrado– el romance pertenece, en realidad, al poeta Pedro Liñán de Riaza, conocido de Góngora y Lope. Comprobamos así que el estudio de las rencillas literarias que tuvieron lugar en la época comporta una serie de dificultades que nos obligan a plantearnos la veracidad de dichas disputas.
Por lo que se refiere al enfrentamiento que nos ocupa, es necesario que atendamos a la diferencia de edad entre ambos escritores, pues era un factor de importancia en la época. Góngora, diecinueve años mayor que Quevedo, publica su primer poema el año en que este nació, por lo que para él, que ya comenzaba a ser un poeta de renombre, Quevedo era un escritor insignificante que no merecía apenas su atención –a diferencia de lo que ocurrió con Lope de Vega, cuya literatura siempre fue celebrada por el pueblo–. Hemos de destacar, siguiendo esta línea, que don Luis fue una de las figuras más influyentes de la poesía española de su momento, influencia en la que cayeron numerosos autores que escribieron después de él, entre ellos Quevedo y Lope. Tanto es así que algunos tratadistas señalan que sin el acicate de la nueva poesía gongorina –recogida principalmente en sus Soledades y en su Fábula de Polifemo y Galatea– el Fénix no podría haber concebido obras como La Circe o La Filomena en las que aceptó e imitó la poesía de su rival, tratando de emular algunos de sus hallazgos. La obra de Quevedo, sin embargo, tuvo un peso diferente a la del poeta cordobés. Como señala Antonio Carreira, Quevedo solo publicó en vida un diez por ciento del total que se conserva, de los cuales solo un escaso porcentaje lleva su nombre, por lo que la enorme fama poética del poeta madrileño le vino una vez que ya había pasado a mejor vida. No parece, por lo tanto, que el gran poeta de las Soledades y del Polifemo pudiese creer que un autor como Quevedo llegase a hacerle sombra en su época. Asimismo, si nos centramos en la obra gongorina, descubrimos que, de los cuatrocientos dieciocho poemas auténticos y el medio centenar de poemas atribuidos de autenticidad probable, solo tres pueden estar dirigidos contra Quevedo. El primero de ellos es el conocido soneto «Anacreonte español, no hay quien os tope», en el que Góngora critica, a partir de la difusión del Anacreón castellano de Quevedo, los conocimientos de griego del madrileño, acusándolo de no entender la lengua de la que traduce: «Con cuidado especial vuestros antojos / dicen que quieren traducir el griego, / no habiéndolo mirado vuestros ojos». Una segunda composición sería el soneto «Cierto poeta, en forma peregrina», que utiliza para parodiar la concesión a Quevedo de un hábito de la orden de Santiago y donde no pierde ocasión para mencionar la conocida cojera de don Francisco, así como para acusarlo de bebedor: «a San Trago camina, donde llega: / que tanto anda el cojo como el sano». En un tercer soneto, «Con poca luz y menos disciplina», encontramos una crítica indirecta en tanto que está dirigida a todos aquellos poetas que atacaron sus Soledades por su estilo oscuro y enrevesado.
De esta forma, comprobamos cómo en sus cuarenta y seis años de actividad literaria, la atención de Góngora a Quevedo se limita únicamente a tres sonetos. Es difícil ver en ellos la lucha encarnizada y el odio desmesurado que un gran número de críticos ha señalado a lo largo del tiempo. Para Amelia de Paz, por su parte, estos sonetos parecerían más bien un pretexto para que el poeta cordobés pudiese desplegar sus habilidades en la elaboración de conceptos.
¿Debemos suponer entonces que existía un rencor unilateral, solo por parte de Quevedo, y que cultivó dicho odio durante toda su vida tal y como la tradición se ha afanado por mantener? Una vez más, las pruebas documentales nos indican que el encono no fue tal. Extraña, en primer lugar, que su primer biógrafo, el abad Pablo Antonio de Tarsia, no recogiera la celebérrima animadversión con Góngora en una fecha tan temprana como 1663 (recordemos que Quevedo había muerto en 1645), pero sí hace alusión, sin embargo, a la polémica del madrileño con Francisco Morovelli. En esta misma línea, algunos autores han observado una ausencia de ataques directos a Góngora en obras que habrían sido más que propicias para ello como el Discurso de todos los diablos, La culta latiniparla, el episodio del «Poeta culto» en La hora de todos o el prólogo a las Obras de fray Luis de León, todas ellas destinadas a criticar lanueva poesía iniciada por Góngora. En realidad, podríamos hablar de ataques a los imitadores y seguidores del poeta cordobés, a quienes Quevedo llama «poetas babilones» en su composición «Quien quisiere ser culto en solo un día», pero no al propio Góngora. Para encontrar sátiras que estén dirigidas directamente a él debemos atender a las diecisiete reunidas por José Manuel Blecua, a saber: un romance, dos décimas, tres silvas y once sonetos, concluyendo uno de ellos con una silva. No obstante, es necesario señalar que la mayor parte de dichas sátiras son conocidas gracias a un único manuscrito en el que, además, no aparecen atribuidas a Quevedo. Son varios los estudiosos, como es el caso de Robert Jammes, los que dudan acerca de la autenticidad de esas composiciones, principalmente debido al hecho de que «salvo una o dos excepciones, son poesías mal escritas, pesadas y totalmente desprovistas de gracia; se diría que el autor trató de disimular su falta de talento detrás de un cúmulo de groserías y ataques personales». Una atribución, por tanto, cuyo principal perjudicado sería el propio Quevedo, a quien algunos casi han convertido en un enfermo obsesionado con Góngora. De esas diecisiete sátiras antigongorinas, solo una, «Quien quisiere ser culto en solo un día», pertenece con seguridad al poeta madrileño, mientras que el resto siguen planteando dudas. Para Amelia de Paz, además de la anterior, cuatro de ellas serían posiblemente de Quevedo, a saber: «Ya que coplas componéis», «Yo te untaré mis obras con tocino», «Vuestros coplones, cordobés sonado» y «Qué captas, noturnal, en tus canciones», dispersos a lo largo de más de veinte años, y donde su autor arremete contra Góngora tildándolo de judío, afeminado, jugador empedernido y mal poeta. El resto de sátiras seguirían quedando en la duda por razones estilísticas y por una difícil atribución, como es el caso de «Poeta de Oh, qué lindicos», en el que su autor realiza una defensa de Quevedo y de Lope, pero aludiendo a estos dos poetas en tercera persona, como si fuese, por lo tanto, un tercer autor distinto de ambos. En definitiva: un poema seguro y cuatro posibles.
¿Dónde queda entonces la lucha encarnizada, el odio, el rencor y el encono? ¿Dónde queda la eterna obsesión, transmitida año tras año en las aulas de historia de la literatura, entre estos dos grandes poetas? ¿No responde quizá este enfrentamiento exacerbado a un intento por parte de la crítica de afianzar la dualidad conceptismo-culteranismo? Ya han demostrado los estudiosos que tal dualidad, en términos maniqueos, no es más que una invención. La oposición Góngora-Quevedo no parece ser más que una necesidad de la crítica literaria por encontrar a dos figuras que encarnasen en el plano personal, estético e ideológico la batalla entre esas dos tendencias del Siglo de Oro. Aún queda un largo camino por recorrer en la senda de los estudios histórico-literarios si queremos desenmarañar el pasado de toda opinión infundada y devolverles a los clásicos el aspecto que les corresponde.
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