El desasosiego en «Ahí donde el riesgo late», nuevo libro de relatos de Iria Fariñas

Ahí donde el riesgo late. Libro de relatos de Iria Farñas. Revista Aullido Literatura Poesía. Editorial Piezas Azules. Adelantos Literarios.Ahí donde el riesgo late era solo un verso de un poema todavía inédito. Cuando ya llevaba escrita la mayor parte de los relatos de este libro, revisando aquel poemario, me encontré con una conexión temática entre ambos textos. Aunque se usaran registros diferentes, más acordes a la tensión poética o a la narrativa, según el caso, les conectaba una preocupación por lo premonitorio y sus profecías autocumplidas, por la espera interminable y lo que sucede en ese tipo de inmovilidad tensa, por la sensación de alerta y sus señales. Hecha la conexión intertextual, ese verso suelto saltó con facilidad de un manuscrito a otro, encabezando este libro y construyendo su último relato.

Iria Fariñas (Madrid, 1996) escribió Ahí donde el riesgo late de manera volcánica: tuvo un revoloteo del magma largo, un suceder subterráneo que erupcionó de pronto, llenándolo todo de cenizas y tuvimos la suerte de que la editorial Piezas Azules quisiera recoger toda esa ceniza nada más depositarse y transformarla en un precioso objeto para disfrutar a partir del 15 de septiembre.

Esta colección recoge doce relatos divididos en tres partes: Punto de partida, Trayecto y Destino: podríamos pensar que la autora nos está preparando para un viaje. Pero advertimos: no piensen que será plácido; las historias de Iria Fariñas nacen del desasosiego, de una realidad en el límite de la pesadilla, del lugar de donde proceden los monstruos. Este es uno de los hilos conductores de este volumen.

Empecé a tener sueños en los que una vocecita, fina como la de Rebeca cuando se despertaba en mitad de una pesadilla, me llamaba desde el ataúd. Al principio me daba miedo el modo en que lloraba, con ese gesto contenido, como hacía siempre que le daba vergüenza el motivo del llanto.

Los personajes protagonistas de los relatos también tienen una fuerte relación los unos con los otros. Les une la fragilidad ante ese mundo extraño. Son seres vulnerables o heridos, que tratan desesperadamente de salvarse de la violencia, la pérdida, el abandono, la soledad o el miedo en una atmósfera inquietante. Y es que, ¿no tiene a veces la realidad un aire pesadillesco? En su prólogo, Rodrigo García Marina dice que «las figuras de Iria Fariñas pertenecen a otro mundo. El de los lagos con bestias, o los crímenes en residencias de estudiantes, el de las imágenes de los pueblos donde también mueren las jóvenes y donde las imágenes de los perdidos se encuentran una y otra vez en la boca de los demás.»

Aunque no hace frío, su mirada insiste en los azules y los blancos. La juventud es una trampa. Ella lo sabe. Por eso recorre todo aquello que le recuerda al rastro de la muerte: las ramificaciones de las venas contra la piel de las muñecas, las cáscaras abiertas de los huevos, la pintura desconchada en las fachadas, el entusiasmo (tan parecido a la violencia) con el que las larvas se precipitan unas sobre otras.

Ese universo espeso y oscuro de Ahí donde el riesgo late contrasta con la belleza del lenguaje. La voz narrativa nos regala unas imágenes bellísimas y sugerentes y salpica las historias de reflexiones que sorprenden y que apetece retener (aquí cada cual que subraye, copie, o marque doblando esquinas). Esta belleza se intuye ya desde la lectura de los títulos, empezando por el de la colección: Ahí donde el riesgo late.

Rodrigo García Marina no es ajeno tampoco al estilo de la escritora madrileña: «Con Iria no es leer, sino ver. No es detenerse ante un relato, es ensombrecerse por su sinuoso curso. Mimética, sinestésica, infantil, cruel, alimentada por los fantasmas de Comala, un poco perrita de papá, o profesor cerdo y obsesionado con las jovencitas.»

La rabia era, todavía, un elemento que tenía más de bruma que de flecha. El resto del alumnado de mi colegio, toda esa masa infante que correteaba por las aceras y los parques de mi barrio, eran apenas sombras que atisbaba en mi ofuscación. Aun así, no se me escaparon los codazos mal disimulados, los pasos atrás, el cerco de seguridad cada día más amplio en torno a mi cuerpo. No estoy seguro de si sentí algo al respecto. Que me percaté de ello, sí; pero no recuerdo ningún tipo de reacción por mi parte. Son escenas que solo he repasado a posteriori, con la nostalgia regalada por los años.

En palabras de Pilar Ardón:

Los relatos de Iria Fariñas se suceden entre el gozo de narrar y la belleza de lo narrado. Con una palabra poética que no alivia la tensión de lo que cuenta, sino que la incrementa, con una dulzura envenenada, la autora se fija en lo que hacen las niñas cuando nadie las mira, en vidas adolescentes que conocen la desesperación, a veces el colapso y también el delirio, en las sombras que se forman en los claustros y en la rebeldía de unas criaturas que son subterráneas, que han soportado durante demasiados años el hastío de ser ellas mismas o que esperan y esperan aunque no sepan qué.

La narrativa de Iria Fariñas se acompaña con las ilustraciones creadas por Verónica Durán y que contribuyen a la textura de esa atmósfera que conjuga belleza y horror.

Ahí donde el riesgo late se suma a la creciente obra de Iria Fariñas, quien ha publicado varios poemarios (Atravesar una gota con una aguja, ed. Urdimbre; La nieve brota en cautiverio, ed. Valparaíso; Quién extrajo el hueso, Premio Incendiario de Poesía, ed. L’ecume) y libros de relatos (Ruido de cicatriz, ed. InLimbo; Gritar en voz baja, ed. Entre Ríos). En 2023 ganó el Premio de Literatura Breve Vila de Mislata con la plaquette Formas de quedarse en el borde y, en 2024, el Premio Energheia España con el relato «Nido de aviones». Su performance Gota espejo bisagra ganó el concurso de proyectos Alacant a escena y fue seleccionada en los Premios WeNow. Aparece en diversas antologías, revistas y fanzines, como Quimera, Caracol nocturno, La gran belleza, Zéjel, Digo Palabra Txt, Casapaís y en esta nuestra casa, entre otras.

Ahí donde el riesgo late, que podría tener puntos en común con Pilar Adón, Elaine Vilar Madruga, Mónica Ojeda o Samanta Schweblin, es la apuesta narrativa para este otoño de la editorial Piezas Azules.

A continuación, les ofrecemos a ustedes, como es costumbre, un adelanto de las primeras páginas de esta bella obra. Atrévanse con este viaje.

 


 

Mientras falten los perdidos

 

 

Empezaba a ver que los que buscan
a una persona tienen algo,
una marca cerca de los ojos, de la boca, la mezcla de dolor,
de bronca, de fuerza, de espera, hecha cuerpo.
Algo roto, en donde vive el que no vuelve.

Cometierra, DOLORES REYES

 

No volvió. Ni ese día, ni al siguiente ni al otro. La solución que dieron los Cuerpos fue resignarse: carpetazo al caso y listo. No había más que olvidar. Como si los nombres se destruyeran a base de no pronunciarlos. Nos entregaron una certeza quebradiza: quizá no regrese nunca. Ese quizá era un puñetazo en el cuello: inesperado, mucho más peligroso que el golpe habitual en la nariz o el ojo o la mandíbula. Es más probable morir por un puñetazo en el cuello.

La Julieta quiso hacerle un velorio sin cadáver. Compremos un ataúd, insistía, nadie tiene por qué saber lo que hay o no hay dentro. Y ante mi falta de respuesta: no tienes que preocuparte, yo tengo ahorrado. Mira, vi esta oferta, ¿qué te parece?

Empecé a tener sueños en los que una vocecita, fina como la de Rebeca cuando se despertaba en mitad de una pesadilla, me llamaba desde el ataúd. Al principio me daba miedo el modo en que lloraba, con ese gesto contenido, como hacía siempre que le daba vergüenza el motivo del llanto. Como cuando se le rompió el palitroque aquel que usaba de muñeco y me la encontré sorbiendo mocos por las esquinas. Aquella vez le grité que si era tonta. O quizá dije algo peor.

Al final, en el sueño, tampoco podía soportar el lloriqueo y agarraba una palanca para abrir la maldita caja que yo ni quería comprar. Estaba tan molesta que tardaba en reparar en que, tras la madera de contrachapado de nuestro ataúd en oferta, golpe tras golpe, aparecía otra lámina igual a la anterior. Tocaba la nueva capa con ambas manos. La madera estaba tibia, como si absorbiera el calor de Rebequita. Yo recurría de nuevo a la palanca, con una fuerza del demonio, renovada, casi cósmica. Ella seguía llorando y llamándome cada vez más y más alto mientras retiraba más y más capas nuevas que estaban cada vez más y más calientes. Aquella peladura se volvía eterna, hasta el punto de que, en cierto momento, empecé a temer llegar a su centro. Imaginé el núcleo de una cebolla roja. Una cebolla sangre. Una cebolla útero a la que le han arrancado todas sus capas hasta solo quedar la placenta, palpitante.

El sueño se repitió durante las tres noches en que esperamos a que llegara el ataúd. Lo traían desmontado. No me lo puedo creer, resoplé al verlo. ¡Hasta la muerte tiene que armarla una misma! Un poco sí, dijo la Julieta, y siempre van a faltar piezas. Creo que luego se arrepintió del comentario, porque cuando volví de trabajar lo había montado ella sola y lo había dejado presidiendo la mesa del comedor mientras preparaba buñuelos y chocolate caliente.

Todo el pueblo asistió al funeral, incluyendo a esos policías inútiles que habían dado por muerta a mi hija sin hacer siquiera un último esfuerzo. Asistieron sus compañeritas de clase y profesoras, su pediatra, la lechera y el panadero, don Francisco y sus cinco hijos, los primos de la Siruela, Rosita y sus dos caniches, Eleonora con su propio duelo y sus fantasmas y hasta los de la finca de las afueras de los que nadie conocía ni el apellido. Eran seis (los padres y cuatro niños de varias edades) y trajeron todos caras lacias enmarcadas por unas gafas de sol idénticas. Llegaron así, tan blancos, tan callados, que parecieron inaugurar ellos la presencia de la muerte. Se sentaron en la última fila y no dijeron ni una palabra en todo el acto. Ni siquiera se acercaron a darnos el pésame ni a comer alguno de los dulces horneados por la Julieta. Me sentí observada todo el tiempo, eso sí. Ni siquiera sabía de qué color eran sus iris tras las gafas, pero los sentía como rayos láser que me quemaban la piel bajo la ropa de luto. No fui capaz de mirarlos fijamente ni una vez, me quedaba en el reojo como mucho. Para cuando todo el mundo se hubo ido, no recordaba si tenían el cabello rubio u oscuro, si eran altos o bajos, si realmente estaban tan flacos como parecía o si solo tenían huesos largos que los estilizaban.

El ataúd vacío permaneció una noche más en nuestra casa. Al día siguiente habíamos contratado un entierro en el cementerio local, de nuevo con toda aquella manada de gente triste, de gente que no quería seguir buscando, a mi lado. Quizá fue eso lo que me hizo soñar con el ataúd matrioska una vez más.

Esta vez llegaba a romper la última capa. La atravesaba, triunfal, y percibía la liberación de la nada al otro lado. Entonces, un tirón: Rebeca se había aferrado al extremo de la palanca. Ya no lloraba. Tiré de ella. Primero emergieron sus manos tan pálidas y afiladas que temí que hubiera enfermado allí adentro. Después unas mangas negras de una prenda que no recordaba haberle comprado. Y, finalmente, la cabecita llena de rizos castaños. Primero la coronilla, después la curva de la frente cabizbaja. Se detuvo. Di un nuevo tirón, para indicar que siguiera. Vamos, mi niña, vuelve, mamá está aquí. Entonces Rebeca levantó la cabeza y me miró a través de unas gafas de sol rectangulares, exactas a los de las afueras.

Los sueños continuaron, salteados entre noches de insomnio. Me notaba observada siempre por ella, como un amado rayo láser perforando a cada instante una cebolla vieja. Pero jamás, jamás, he sido capaz de volver a mirarla.

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