«Avísame cuando llegues»: El recordatorio de que la calle no es nuestra
Escribe | Catalina Villalobos Díaz
Todos habitamos la calle de manera distinta, y esa experiencia está marcada, principalmente, por nuestro género. Puede parecer un lugar común para algunos, pero es una realidad irrefutable.
Históricamente, recorrer libremente una ciudad ha sido un privilegio otorgado a los hombres con tiempo y dinero para explorar el entorno en el que vivían. Eran ellos quienes podían observar y moldear la ciudad a su antojo, como los flâneurs de antaño, que deambulaban sin rumbo, sin restricciones ni miedos, abiertos a las vicisitudes del espacio urbano. Este derecho, sin embargo, estuvo largamente vedado para las mujeres, quienes, durante mucho tiempo, estuvieron excluidas de esta práctica.
Fue solo en el siglo XX cuando autoras como Virginia Woolf comenzaron a reflejar en sus obras la mirada femenina sobre los paseos urbanos. En su ensayo Merodeo Callejero, por ejemplo, la autora presenta cómo una simple salida para comprar un lápiz se convierte en la excusa perfecta para caminar por la ciudad. Mientras lo hace, Woolf no sólo recorre las calles, sino que redescubre la ciudad: nuevos almacenes, nuevos rostros, nuevas conversaciones que llenan el espacio público, transformando el acto de caminar en un ejercicio de apropiación y reflexión.
Woolf, al igual que otros escritores feministas, subraya cómo el paseo urbano, que históricamente estuvo reservado para los hombres, se convierte para la mujer en un acto de libertad, pero también de resistencia y reapropiación del lugar público. La ciudad, en este sentido, deja de ser un espacio exclusivamente masculino para convertirse en un territorio de exploración personal e intelectual, donde la mujer puede, finalmente, observar, moverse y, sobre todo, existir de manera autónoma.
Durante mi infancia, la calle era un territorio lleno de matices. Crecí en un pasaje cercano a la calle Agrícola, en la comuna de Macul. Entre los vecinos nos cuidábamos y celebrábamos las festividades en comunidad, incluso aún conservo el recuerdo vago de aquella vez en los años noventa cuando nevó en Santiago de Chile y lo disfrutamos todos juntos. Sin embargo, a medida que crecí, el espacio público comenzó a cerrarse para mí. Ya no era el lugar para jugar en la vereda, sino un trayecto a transitar con cautela. Caminar se convirtió en un ejercicio de adaptación: aprender a sostener la mirada, mantener la frente en alto, la espalda erguida, todo en un intento por simular pertenencia a un territorio que, en realidad, nunca nos ha sido dado. Se trata de una postura aprendida, casi instintiva, que las mujeres adoptamos para camuflar el miedo en un entorno que, desde niñas, se nos enseña a temer.
En cada trayecto debía estar alerta, porque la calle no es un espacio para el disfrute, sino un escenario donde se está en permanente estado de vigilancia. Como la mayor de tres hermanos, siempre esperé ciertos privilegios asociados a mi rol, después de todo, ello conllevaba ciertas responsabilidades, pero estos nunca llegaron. Era frustrante ver cómo mi hermano menor accedía con facilidad a libertades que para mí habían sido una batalla constante. No era cuestión de sobreprotección, sino la simple confirmación de lo que se espera: la calle le pertenece a los hombres. Ellos pueden apropiarse del espacio sin restricciones, mientras que nosotras debemos ganarlo, y hacerlo con discreción, sin llamar la atención.
Nos han educado para protegernos de los hombres: no usar faldas cortas, evitar salir solas de noche, tener cuidado al beber. La precaución extrema se nos impone como una regla de supervivencia. Un simple «avísame cuando llegues» se ha vuelto un mantra entre mujeres, una súplica a estas alturas justificada ante una realidad que nos recuerda a diario los peligros que acechan.
He aprendido a sobrevivir. Convivir con hombres significa lidiar con su falta de educación sistemática sobre los cuerpos ajenos. Pero, además de eso, hay otros riesgos que también he debido sortear. Con los años, he desarrollado un instinto de autodefensa: reconozco los callejones solitarios, los pasajes ocultos, los sectores que es mejor evitar; identifico a los posibles agresores. Un entrenamiento constante, un método de supervivencia forjada a punta de observación y estrategia.
Tal vez sea ingenuo de mi parte, pero aún anhelo el día en que caminar por la calle deje de ser un acto de desafío y resistencia. Todos los días, cada 8 de marzo, cada marcha, cada grito en las calles, me recuerda que no puedo rendirme. No en un país donde hasta para manifestarse hay que pedir permiso. No en un país donde la calle sigue haciendo distinciones. Porque la calle debería ser de todas y todos, sin excepciones ni miedos.
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