Magdalena Camargo Lemieszek (La doncella sin manos)

Magdalena Camargo Lemieszek nace el 1 de julio de 1987 en Szczecin, Polonia. Es diplomada en Creación Literaria por la Universidad Tecnológica de Panamá en 2007 y  actualmente realiza estudios de Lengua y Literatura Española en la Universidad de Panamá.

De premonición telúrica y enraizado en fuertes metáforas, parece que el mito asoma en La doncella sin manos como la verdad íntima e innegable: la esperanza y la maldición en una voz poética que se eleva como testigo orgánico y sugestivo del desastre y el rumbo.

Su obra ha sido publicada y traducida al catalán en la Antología Panamericana (Poetas nacidas después de 1976) de la revista virtual sèrieAlfa. Además ha sido traducida al polaco, al ruso y al inglés. Sus poemas «Lalka», «Cuchillos de luces» y «El sueño» han sido publicados en la revista virtual La Estafeta del Viento, de Casa de América, y en la antología virtual Hijas de diablo hijas de santo: poetas hispanas actuales, elaborada por Daniela Camacho para la revista La Raíz Invertida. Forma parte del libro colectivo Contar no es un juego (2007) y de Antología80 (2010); Me vibra, Brevísima Antología Arbitraria Chile-Panamá (2011) y 4M3R1C4 2.0: Novísima poesía latinoamericana (2012), entre otras antologías.

Sus cuentos, El pájaro y la cometa y Todos los cuentos anidan en tu vientre, recibieron la primera Mención de Honor y la tercera Mención de Honor, respectivamente, en el concurso Premio Universidad Tecnológica de Panamá a la Promesa Literaria 2007. Ganó el Premio Nacional de Poesía Joven Gustavo Batista Cedeño 2008 con su poemario Malos hábitos y, en el 2012, con su poemario El espejo sin imagen.

Rescatamos «La doncella sin manos», «Aparición de Nix en el bosque» y «Conversación con dama que recoge setas en el bosque», todos ellos de entre las páginas de La doncella sin manos.

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La doncella sin manos

Padre, aquí están mis manos.
Yacen sobre la hierba, inertes,
como si no hubiesen conocido movimiento.
Como si nunca hubiesen estado unidas a mi cuerpo,
nacido conmigo, sostenido una piedra
y aplastado, con esa misma piedra, los caracoles del jardín,
o dibujado figuras en la nieve
cuando mi boca no había conocido todavía las palabras.

Ya no las reconozco.
Podría decir, incluso, que nunca fueron mías.

Ahora se hace tarde.
El sol se oculta del lado opuesto al acostumbrado,
no busca la montaña.
Se dirige lentamente al bosque,
dejándose caer sobre las ramas,
y la tierra tiembla
porque las raíces se agitan con violencia,
presintiendo la música del incendio,
la imagen del bosque encendido como una hoguera que brilla para nadie,
y el fuego danzando como el oficiante de un rito
cuya cadencia alguna vez conocimos,
pero ya hemos olvidado.

Y sin que una sola hoja arda
el sol se hunde hasta posarse en la tierra,
como si el fuego hubiese perdido toda consistencia,
y como una fruta que dividimos con las manos
el sol se abre
y la luz es un licor viscoso
y desde la semilla surge la silueta de un hombre
sin rostro y sin sombra.
Solo un contorno oscuro que deambula para recobrar lo que ha perdido.
Y sé, así como la criatura que intuye el aliento de la fiera oculto tras la fronda,
que soy la presa y el tesoro.
Y vendrá aquella silueta y se detendrá frente a mí
y me tenderá su mano para llevarme consigo.
Y yo devolveré el gesto, olvidando por completo el peso del acero,
las amapolas que brillan a mi lado,
y que me pertenecen esas manos que yacen,
inertes,
en la hierba.

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Aparición de Nix en el bosque

Un musgo bermejo ha cubierto la silueta del bosque.
El romero reverdece
y sus hojas se afilan como agujas de esmeralda.
En la rama del sauco la noche es un mirlo
y de su trino algo se derrama,
desciende como una gota
y luego de la gota surge la serpiente,
que se arrastra en el temblor de su plumaje
y sobre el corazón que late como una granada brevísima y madura.
Sigue descendiendo, hiedra transparente,
el sereno va esmerilando sus contornos
y justo en el momento previo a la caída
es una perla de canto que se hace fruto,
un péndulo de sangre
que crece
y se hace más dulce con la niebla.

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Conversación con dama que recoge setas en el bosque

En mi país la tristeza es un pájaro negro que uno se bebe.
Se le mira primero en el vaso,
un círculo de líquido oscuro e inmóvil,
es un impulso lejano el que mueve tu mano,
casi un hilo que puedes distinguir brillando en el aire.
El cristal se te antoja frío al rozarte los labios,
como un dedo húmedo que con su gesto llama al silencio.
Ya en el paladar sientes el líquido más espeso,
y pesa tanto que crees, por un momento, perder el equilibrio,
inclinas la cabeza hacia atrás
y el cielo está ahí, incontenible, más abisal que nunca.
No es un trago amargo, como algunos dicen,
es una miel salobre que recuerda al oleaje del mar
que danza siempre llamando a las tormentas.
Ya en la garganta adivinas que va tomando su forma
y para cuando llega al pecho es una avecilla negra
y su fino plumaje tienen ese resplandor siniestro
de la luz que florece sobre las navajas.

El pájaro se posará sobre un ligamento o una vena
y ejecutará, como un doloroso bautizo,
un canto breve que no llegarás a oír
porque se dejará caer como un guijarro en la corriente.
Desde entonces algunas noches soñarás
con una torre blanca junto a la costa
y el océano será blanco también
porque la luna alargó su mano para tocarlo.
Soñarás con máscaras terribles
que te hablarán en otra lengua
que te resultará desconocida pero al mismo tiempo tan propia
como si tú la hubieses inventado.
Y sabrás lo que te dicen.
Y harás lo que te ordenan.

Aquella música irá poblando tu pecho,
construyendo una majestuosa ciudad,
mineral y umbría.
Andarás más lento y observarás el musgo que crece sobre las ramas con cierta nostalgia
y al ver los faros creerás que alguien te está llamando
y te afligirá no saber quién,
por qué, a dónde.

La gente dirá, con cierto desdén, que has enfermado,
se alejarán uno a uno, como los animales que se esconden,
buscando cobijo en el invierno
y no reconocen la belleza en la nieve
ni en los árboles desnudos
que parecieran haber invertido sus raíces,
ansiosos de crecer desde la tierra del mismo modo que del aire.
Dirán también que te miras distinto
y ciertamente al buscarte en el espejo
sentirás que al otro lado hay una sombra,
y que no puedes distinguir los rasgos de su rostro.

Para entonces la ciudad tendrá también sus habitantes.
Ellos se alimentarán de ti,
darán de comer a sus hijos la médula
que sostiene la columna de tus vértebras,
una sustancia vertical que a su vez engordará su hambre.
Te conocerán, mejor de lo que te conoce nadie.
Conversarás con ellos algunas noches
sobre el ritmo en el que los campos de amapola se recuestan con la brisa,
y aquel ciervo que miraste en el sendero
y viste alejarse lentamente hacia la espesura
llevándose algo de ti dentro de sus ojos,
y aquel campanario desde donde veías volar a las palomas,
como un último manojo de promesas.

Vendrá el momento en el que el canto del pájaro se hará liviano
y por primera vez llegará a tus oídos.
El peso de la ciudad con sus murallas te resultará ominoso
y decidirás que has tenido suficiente.
Escogerás en el calendario un día propicio,
que tenga oculto algún significado.
Pasarás los siguientes años fabricando con esmero
una nave digna, infalible, capaz de sortear tiempos menos favorables.
Y te acostarás a dormir, cada noche,
esperando la llegada
de ese día.

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