El nuevo programa revisado: digresiones en torno a «Giles, el niño-cabra»
Escribe| José Manuel Romero Santos
A modo de introducción, y después de desempolvar, por así decirlo, ciertos apuntes personales sobre las cuestiones que aquí van a tratarse, lean esta descripción de la brecha modernismo-posmodernismo/epistemología-ontología de alguien que sabe, evidentemente, mucho más que yo:
How can I interpret this world which I am part of? What is there to be known? Who knows it? What are the limits of the knowable. How is knowledge transmitted? On the other hand, questions that foreground ontological concerns are: What is a world? Which of my selves is to do it? What kinds of worlds are there, how are they constituted? What happens when different kinds of worlds are placed in confrontation, or when boundaries between worlds are violated?
Esta persona que es evidente que sabe más que yo sobre el tema es Brian McHale, un teórico de la literatura postmoderna que juega en el mismo equipo que Graft, Hassan, Apple y otros. Por si a alguien le interesa (a mí, desde luego, sí), esta distinción en base al carácter epistemológico u ontológico de la literatura modernista y postmodernista, respectivamente, se basa en el concepto tynianoviano del dominante, y en realidad McHale solo está ampliando una cita de 1978 de Dick Higgins. En cualquier caso, mientras la literatura modernista privilegia un modo de interpretar el mundo en base al conocimiento que de él tenemos, la posmodernista va un paso cognitivo más allá y da prioridad a cuestiones sobre la naturaleza del ser y de este universo en el que vivimos, etc.
También he sacado de mi baúl privado The Literature of Exhaustion y The Literature of Replenishment, dos artículos de John Barth que son algo así como el Codex Postmodernismi de la Literatura. En el primero, Barth define The Sot-Weed Factor (El plantador de tabaco) y Giles Goat-Boy (Giles, el niño cabra), ambas novelas publicadas por Sexto Piso en España, como «novels which imitate the form of the Novel, by an author who imitates the role of Author». Esto dice más del carácter experimental y transgresor de la novela de Barth (y de las novelas postmodernistas en general) que de su proyección ontológica, pero en realidad Giles participa de ambas facetas, y en TLR Barth hace hincapié precisamente en cómo la ficción postmodernista habita en una doble tierra, con cada pie en un territorio distinto, dividida entre el placer, el entretenimiento, el exceso, el juego, por un lado, y la exploración del ser, la naturaleza de la propia realidad y la severidad con que en ocasiones se impone hablar de la existencia y de la muerte, por otro (esta ha sido una extrapolación bastante rebelde: siendo justos, Barth habla del irrealismo y del realismo, la fantasía y la realidad; yo me he tomado la licencia de ponerme un poco serio).
Creo que Giles es una novela escrita por un autor consciente de estos dos paradigmas, que sabe que la mejor manera de explicar el misterio del ser es a través de la experimentación, y no me refiero a una experimentación únicamente formal, una experimentación vanidosa que trata de fijar la vista del lector en sus excesos. La experimentación de Barth es una experimentación práctica, pues siente que al lector ya no le valen las fórmulas de siempre. No quiero ser bondadoso con el lector: que ya no sea capaz de mostrarse receptivo a las moralejas y parábolas directas no es algo bueno, o eso defiendo. Por eso creo que Barth se siente obligado a hacer algo chocante (lo uso aquí como sinónimo debil de “experimental”) porque necesita captar la atención del lector, tomarle por los hombros y decirle de una vez por todas lo que tiene que decirle. Y lo que tiene que decirle, ahí va, es algo que ya sabe pero no quiere reconocer, algo que en 1966, dos décadas después del final de la última Gran Guerra, no está de más recordar: que la verdad es relativa, es cierto, pero también lo es que los seres humanos necesitamos de algunas certidumbres para poder funcionar (v. g.: “lo que hicieron algunos alemanes en los años cuarenta no estuvo bien”, o “hacer desaparecer del mapa, literalmente, dos islas japonesas con todos sus habitantes, está mal”).
No es casualidad que varios de los personajes de la novela sean científicos. La ciencia ha estado siempre asociada, al menos en la conciencia popular, a la búsqueda de la verdad, que no es otra cosa que una invención humana para justificar ciertas acciones de los hombres. Hace unos setenta años que no creemos en la Verdad. Pero el nuevo paradigma (nótese la ironía), que la verdad es relativa, es igualmente difícil de asimilar que el anterior. Esto es, tal vez, lo que Barth supo ver y lo que trató de dramatizar en Giles, el niño-cabra. En este sentido, la novela de Barth es directa, pero solo después de un proceso de duda, de desaprendizaje: véase, si no, el lema asignado a Giles por el ORDACO, ese ordenador/Gran Hermano de la novela de Barth que se encarga, entre otras cosas, de asignar un motto a todos los habitantes de New Tammany: “Aprobar a todos Suspender a todos”. Y véase el lema posteriormente reasignado: “Suspender es aprobar Aprobar es suspender”. Hoy, el segundo lema tiene más sentido para nosotros que el primero, pero, ¿acaso nos hemos olvidado de que una nación justificó un holocausto con su libre ejercicio de la verdad? No, pero nunca está de más recordarlo.
La forma de explicar las consecuencia que conllevaría, en última instancia, plantear un relativismo universal en cuestiones de ética, pasa por reducir las categorías del bien y del mal a términos que hasta un niño pueda entender; por convertir al lector en una suerte de parodia de Dios (de El Fundador) que mira desde la lejanía cómo se desarrolla este ridículo teatro de la vida: en esto consiste la masiva alegoría de Barth; nuestro universo, el real, desde el que les escribo, se identifica con la universidad de New Tammany, y de esta primera metáfora parten todas las demás. Nuestros paises son los campus de la universidad barthiana, nuestra Segunda Guerra Mundial es su Segunda Revuelta Intercampus, nuestros presidentes son sus rectores, y así sucesivamente. Se trata de una parodia ontológica, y este reduccionismo nos hace sentir (a nosotros, a nuestras instituciones, a nuestros nacionalismos) un poco ridículos, y “ridículo” es solo un eufemismo de “estúpido”. Esto es algo bueno (o aprobado, que diría Barth), o eso creo, en tanto nos hace más conscientes del carácter lúdico que subyace a la ceremonia de las relaciones internacionales.
En la Universidad, lo bueno se convierte en lo aprobado, lo malo en lo suspendido; el decano de los suspendidos es, por tanto, nuestro Satanás, y decir “¿Qué decanos está pasando aquí?” significa…, etc. Las categorías del bien y del mal son tan amplias, han sido de tal modo prostituidas a lo largo de estos últimos 2500 años que ni siquiera podemos seguir llamándolas categorías. Este relativismo es el que ha propiciado desde las crucifixiones hasta el terrorismo y la MOAB de Trump. La novela de Barth no es tanto una explicación de las causas que han llevado a este relativismo como una constante revisión y digresión sobre ambos conceptos, lo aprobado y lo suspendido, para llegar, este es mi planteamiento, a la necesidad de un proyecto de verdad consensuado… Pero ustedes y yo sabemos que eso no es posible. Al final resulta que los personajes de Giles están tan perdidos como nosotros. Es esta búsqueda frustrada de la verdad la que plasma la novela. Incapaces o, mejor dicho, sin las agallas necesarias para elegir su visión del bien y del mal, necesitan de un mesías que elija por ellos. Aquí entra en juego la figura de George Giles, el niño-cabra, Gran Maestro, hijo probable del ORDACO, criado entre cabras por el ex-profesor/ex-científico del proyecto Manhattan/proyecto de las ondas de COMER Max Spielmann (cuyo revelador lema es “la ontogenia recapitula la cosmogenia”). Entiendo que “niño-cabra”, por cierto, apunta a una humanidad parcial como la de Cristo o Buda. Tal vez la otra mitad, la divina, tenga su clave en la inconsciencia del animal y la bendita ignorancia infantil. Sea cual sea el caso, su condición humana no le exime, sino todo lo contrario, de esta búsqueda, la misma que la de los demás personajes y la de los lectores.
No me he olvidado de la otra parte de la ecuación. Toda esta alegoría, esta ridiculización de cuestiones aparentemente serias forman parte de la caja de herramientas postmodernistas de Barth. Estamos hablando no solo de la parodia a gran escala del cosmos, sino también de los brutales paralelismos con el Evangelio, el pastiche de Edipo Rey (Giles, el niño-cabra contiene, no es broma, una parodia completa de Edipo Rey titulada El decano Zambo, con sus actos y todo), el aparato paratextual simulado, la autoficción del comienzo, el manuscrito encontrado, las “bobinas”, el juego con las identidades… La cuestión, sin embargo, es que este juego, este exceso, está al servicio de la exploración ética de la novela. Todos estos experimentos que vulneran los fundamentos de la narrativa colaboran para sostener las bases ontológicas que acabo de analizar.
Releo este artículo y me doy cuenta de que, a pesar de mis esfuerzos, lo que he escrito no es más que una digresión: ese es el plan malvado de Barth (y el de Bray) desde el principio, llamar a la digresión mediante la digresión, plantear un compromiso con el escepticismo para llegar, solo al final, a la iluminación, a una verdad que no es la verdad única de la modernidad ni la verdad plural postmoderna; una verdad que tal vez no sepa definir, pero que se encuentra en El nuevo programa revisado.