Cuando la fama escribe y la literatura calla
Escribe | Alejandro García Calatayud
Hubo un tiempo —no tan lejano— en que la literatura era el camino hacia la fama. Quien escribía soñaba con hacerse un nombre a fuerza de talento, de trabajo, de esa obstinación silenciosa que exige la escritura. Hoy el mapa se ha invertido: la fama es el camino hacia la literatura. Se publica no por lo que uno escribe, sino por quién aparece en la portada o en la contracubierta. El libro, demasiadas veces, se ha convertido en una prolongación de la imagen pública.
Las grandes editoriales, presas de la lógica del mercado, ya no buscan tanto descubrir voces nuevas como asegurar ventas. En un tiempo dominado por el ruido, la visibilidad vale más que el talento. Un rostro conocido garantiza titulares, entrevistas, escaparates, trending topics. Una buena novela, en cambio, apenas garantiza nada. En la balanza económica, el nombre pesa más que la obra.
Incluso los grandes premios literarios —aquellos que antaño servían para descubrir escritores y obras inolvidables— parecen haberse contagiado de esa misma lógica. Los galardones que antes distinguían la calidad ahora se inclinan hacia lo que garantiza audiencia. Y no deja de ser una ironía amarga: los premios nacieron para abrir puertas al talento desconocido, pero hoy son más bien un escaparate donde la notoriedad cuenta tanto o más que la escritura.
El resultado es un paisaje literario domesticado. Las apuestas arriesgadas, los debutantes sin padrino, las voces incómodas o difíciles quedan relegadas a los márgenes. Se publican menos libros verdaderamente nuevos y más productos calculados. Se vende el gesto, la pose, la personalidad pública del autor. La literatura pasa a un segundo plano, como si fuera un accesorio del espectáculo.
No se trata de una acusación moral. Las editoriales son empresas, y su supervivencia depende de vender. Pero el problema aparece cuando la rentabilidad se convierte en el único criterio de valor. Cuando el libro deja de ser una obra y se convierte en un producto, el lector deja de ser lector y pasa a ser consumidor. Y la literatura, en ese punto, deja de crecer: se repite, se disfraza de sí misma, se convierte en eco.
Hay algo profundamente triste en esta deriva. Porque detrás de cada rostro famoso que publica sin esfuerzo hay cientos de escritores que llevan años trabajando con rigor, con ilusión, con hambre de verdad literaria, y que jamás verán su manuscrito impreso. No porque no escriban bien, sino porque no son conocidos. La industria, que antes buscaba talento, ahora busca visibilidad. Y eso es una renuncia: la renuncia a descubrir, a apostar, a creer en la literatura como arte y no como negocio.
Si hoy un joven García Márquez, una joven Ana María Matute o un Delibes desconocido presentaran sus manuscritos, ¿alguien los leería? ¿O se perderían en el limbo de los correos sin respuesta, rechazados por no tener seguidores ni una imagen mediática que los respalde? El talento literario, sin altavoz, corre el riesgo de extinguirse entre los pliegues del algoritmo y del marketing.
El lector, en última instancia, también pierde. Perdemos todos. Nos quedamos sin esas voces nuevas que amplían el mundo, que lo miran desde ángulos insospechados, que incomodan, emocionan o deslumbran. En su lugar, proliferan las novelas de fórmula, escritas para cumplir con el calendario de lanzamientos y las exigencias del mercado. Todo correcto, todo vendible, todo olvidable.
Y, sin embargo, la literatura sigue viva. Sobrevive en los márgenes, en pequeñas editoriales –cada vez menos numerosas, por desgracia– que aún apuestan por el riesgo, en autores que escriben por necesidad, no por estrategia. En lectores que buscan algo más que entretenimiento: que buscan verdad, belleza, o simplemente una voz que no suene a marketing.
Tal vez sea inevitable que el mercado funcione como funciona. Pero conviene no olvidar que la literatura no nació para vender ejemplares, sino para decir lo indecible, para poner palabras donde otros solo encuentran ruido. La literatura no necesita fama para existir. Necesita escritores que crean en ella y editores que se atrevan a apostar por lo que todavía no tiene nombre.
Porque si hasta los premios que un día fueron símbolo de excelencia literaria terminan celebrando la notoriedad, será más necesario que nunca recordarle al mundo que la literatura no pide permiso para existir.

