Cerezas en el abismo: la belleza indecible de «En el cielo, una nube»
Escribe | David Marroquí Newell
Editorial: Satori (2023)
Nº de páginas: 122
ISBN: 978-84-19035-54-7
Autor: Manuel Astur
Ilustraciones: Wences Lama
Idioma original: Castellano
Morirá sin duda, ya sea en las fauces del tigre o despeñado por el precipicio. Pero entonces se da cuenta de que el arbolito donde están subidos es un cerezo silvestre: en la rama hay un puñado de cerezas rojas. En un último esfuerzo, extiende una mano y las coge. Se las lleva a la boca. Qué alegría: las cerezas están deliciosas.
Este libro es una obra maravillosa. Así, sin más, podría quedar esta reseña. Al mismo tiempo esa palabra, así, estática, carecería realmente de cualquier significado. Porque cada palabra que intente acercarse a la verdad que encierra se desvanecería antes de tratar de alcanzarla. Es una de las deficiencias que tenemos los poetas: creer que podemos apenas rozar la verdad, la realidad, con nuestros versos o con nuestra prosa, con nuestra fotografía o arte visual. Esto es algo que afiancé con Ben Lerner y su libro ensayo The Hatred of Poetry, donde decía que «el poeta es un poeta fracasado».
The poet is a failed poet. The poet is one who, confronted with the incapacity of language to bridge the gap between subject and object, nonetheless must use language to make that impossibility palpable.
No importa la forma que se use, la metáfora, el recurso final que deje a un lector boquiabierto, a una lectora ojiplática. La verdad ya nos ha dado esquinazo. Porque la belleza, la verdad, es y está en ese mismísimo instante y todo lo que intentamos hacer es encerrarlo en palabras, unas casillas que actúan como celdas y que pretenden reproducir una visión, una sensación, una música, que ya pasó, que ya no existe. De esto también va este libro. Porque este libro no contiene enseñanzas, no contiene moralejas, pero sí que contiene una verdad, como toda obra.
Siento que me ocurre lo mismo si intento buscar la forma de describir En el cielo, una nube. ¿Cómo hablas de un libro cuya pretensión no es decirte algo, que no quiere decirte nada y nada dice, que no busca llenarte, sino vaciarte, y de esta forma es como te llena? Ante esto, la mejor elección sería callar; pero no estoy aquí para eso, faltaría menos, sino para errar en mis palabras para que ustedes acertéis en la lectura.
Llegué a En el cielo, una nube como se llegan a muchas lecturas: de rebote. Estaba iniciándome en la filosofía zen —filosofía en la que uno no deja nunca de ser un iniciado— y, como buen amante de los libros, me pregunté cómo era la literatura que se creaba a partir de dicha filosofía. Tras el fracaso de leer un par de antologías de cuentos Zen que no mencionaré aquí para no liar a nadie —básicamente, no merecen la pena—, quedé decepcionado y huérfano de aquello que buscaba antes de encontrarlo, pero no renuncié a mi búsqueda. Fue así como me topé con Manuel Astur y su obra. ¿Un occidental publicando un libro de cuentos zen como propios? Por supuesto, me picó tanto la curiosidad como la reticencia. Comencé con La aurora cuando surge y quedé prendado del estilo de Manuel, de su palabra y de lo que del libro se desprendía. Se ganó mi confianza; por eso, y por esto otro:
El problema surgió cuando quise estudiar la literatura Zen. No hubo demasiadas complicaciones con respecto a la teoría y la historia (…) el obstáculo lo encontré cuando quise leer los llamados cuentos Zen. (…) aunque hay muchísimos libros y antologías que recogen cientos de estos cuentos, la gran paradoja es que, siendo el Zen enemigo de las convenciones, la literatura que se ha escrito en Occidente sobre él está llena de clichés envejecidos y lugares comunes, de todo eso que los buenos maestros Zen llamaban «basura Zen». Nombres impronunciables, reyes olvidados y ciudades que hace siglos que no existen adquieren una importancia que por entonces no tenían. Elementos estéticos que en Oriente y en su momento eran comunes y cotidianos, en Occidente se convierten en exóticos. (…) Lo anecdótico se vuelve lo importante. Gran parte del Zen se desfigura y se metamorfosea en lo que el Zen más odia: la afectación. Además, estaban tan mal escritos o traducidos que el simple hecho de leerlos era una tortura.
Manuel Astur había seguido el mismo recorrido que yo y se había topado con el mismo muro con el que yo mismo me topé. Desde luego, su manera de sortearlo fue más interesante: comenzó a escribir sus propias versiones de sus cuentos favoritos para su propio uso; la mía fue encontrarle a él. En el cielo, una nube nace, pues, de la propia necesidad que su autor tiene de esta literatura diferente relacionada con una filosofía diferente a la nuestra.
El trabajo de Manuel Astur en En el cielo, una nube es un trabajo de creación y compilación, de un artesano que le pone mucho mimo y empeño a la palabra. Hay cuentos inventados de su propia pluma y letra que nacen a raíz de una frase o anécdota, fusión de dos cuentos diferentes, limpieza y restauración de otros. Todo para sí mismo; placer y deleite propio, primero, que acaba como aportación a la vasta cultura de la humanidad.
Estos cuentos son universales. Sí, universales. Como lo es la filosofía milenaria que hay detrás y lo son las filosofías aún más antiguas que la formaron. Pero a pesar de su universalidad, somos nosotros los que estamos atravesados por la cultura y lo que encontramos en sus historias es algo diferente a lo que estamos acostumbrados. No hay un claro inicio, nudo y desenlace en ellas. Por supuesto, cada historia comienza con una palabra y termina con otra, para dar lugar a la siguiente historia; pero lo que en ellas hay son instantes en los que acontece algo, y cuando ese instante pasa, deja de acontecer y el cuento se termina.
Cuando el poeta regresó, era de noche. Sentado en su cabaña vacía se alegró cuando descubrió que el ladrón no se había llevado la luna llena, que brillaba en la ventana.
Los personajes que nos vamos a encontrar no son héroes, no suelen desempeñar un papel y acciones concretas. Generalmente no sabemos de dónde vienen ni cuál es su historia. Suelen ser personas comunes, ladronzuelos, grandes señores, monjes, poetas, comerciantes, agricultores o buscadores; personajes que no existen apenas segundos antes de que la narrativa comience. No sabemos cómo llegan a las situaciones en las que se encuentran ni tampoco lo que será de ellos después. Sabemos lo que son y y lo que les pasa en ese mismo momento. Más bien ellos suceden, junto con la historia. Ni más, ni menos.
Lo único que existe es este presente en el que navegamos entre un pasado cambiante y un futuro imprevisible.
Por ello, no es banal esta frase del propio Manuel Astur en su prólogo. No es una ocurrencia dicha a la ligera ni una floritura literaria como hoy decimos en nuestra sociedad para alentarnos o aleccionarnos de manera vacua que no le demos vueltas a la cabeza con nuestras incesantes preocupaciones. Va más allá. Esta es la concepción del tiempo en la cosmología Zen. Su núcleo es el instante y esto afecta incluso a la identidad y sobre todo trastoca el concepto que tenemos de ella.
¿Quiénes somos realmente en este mundo en el que sólo soy, solamente estoy ocurriendo en este preciso instante que concluye en el mismo momento exacto en el que comienza? Por ello, la identidad de los personajes no son importantes, los lugares y topónimos tampoco, las relaciones entre ellos son algo superfluo en la narrativa. No es que no sean importantes, es que incluso son innecesarias. Lo que importa es el suceso.
Un día, sin más, desapareció. La choza resistió unos meses. Muchos siglos después, la gran piedra sigue allí.
Esta literatura condensa la esencia del tiempo en estos cuentos. No es un mero relato de lo transitorio, sino una revelación silenciosa: lo efímero y lo permanente coexisten sin contradicción. Por ejemplo, la obra humana, encarnada en la choza, está destinada a desparecer; frente a ella, la piedra perdura. Pero incluso la piedra, que parece eterna ya está cambiando. Lo fugaz contiene lo perdurable.
Las paradojas de En el cielo, una nube son la verdadera sabia de sus hojas. Los instantes que en ella son capturados —el ladrón que roba todo excepto la luna llena en la ventana, el hombre que huye y frente su inminente final saborea cerezas ante el abismo— son ventanas a lo absoluto, un presente puro donde «sólo estamos ocurriendo». Pasado y futuro son proyecciones de una mente que no habita el ahora. Todo lo que acontece, todo es el mismo flujo.
El gran catedrático de literatura compró un burro y él mismo redactó el contrato de compraventa. Cuando llevaba cuatro páginas, aún no había escrito la palabra «burro».
Combatir la ilusión, estar en el presente. Ser el instante y dejarnos ser. Hemos construido un mundo artificioso, sobrecargado, aleccionador, olvidando lo real. Perdemos de vista al burro, a la vida concreta que late frente a él. Operamos sobre la realidad y la convertimos en conceptos, la cubrimos con capas de palabras que llamamos «cultura» o «civilización», hasta ahogar la verdad.
Al escribir estos cuentos, Manuel Astur no «crea», sino que desnuda. Su prosa minimalista es zazen en palabras. Cada historia es un koan: un enigma que disuelve la lógica. No hay moralejas porque la verdad no se explica; se experimenta en ese vacío que, paradójicamente, nos llena. Por eso yo hubiera acertado al callar, al no escribir tanta letra como he hecho ante lo que es realmente indecible: como los cuentos zen, a veces solo queda señalar el burro, señalar la luna… y dejar que el lector mire.
El ermitaño alzó la vista y miró al gran señor por primera vez, que se sintió insignificante como una hormiga. Finalmente, suspiró, extendió de nuevo el dedo y dijo:
— Agua en la jarra y en el cielo una nube.