Poesía de Alicia Louzao, fragmentos de dos libros

Alicia Louzao (Ferrol, 1987) es doctora y licenciada en Filología Hispánica y licenciada en Filología Inglesa. Es autora del poemario Manual para la comprensión del insomnio (El Transbordador, 2019). Próximamente saldrá publicado su segundo poemario, El circo volador (Versátiles Editorial), editoriales independientes y tradicionales que han apostado por las dos obras.

En su vida profesional, ha ejercido como profesora en la Universidad Complutense de Madrid y actualmente es profesora de Lengua y literatura en un instituto público. Ha escrito para revistas como Ocultalit, Quimera, Liberoamérica, Le miau noir, Culturamas, etc. Con respecto a obras colectivas, ha publicado con Liberoamérica, siendo antologada en sus libros dedicados a la poesía, además de haber ganado diversos certámenes literarios y de dibujo.

Su poesía es de un estilo onírico sin sumergirse necesariamente en la retórica propia de la poesía onírica. La combinación entre versos cortos y versos largos, parecido al estilo de versículo, es una de las características principales que envuelve y da personalidad a su poesía, ayudando a crear una atmósfera particular en el propio lector.

[symple_tabgroup][symple_tab title=»CONTEMPLO LA VERTICALIDAD DESDE EL BORDE DE UNA VENTANA«]

Lo triste es que solo podemos caer.

Porque desde la ventana donde cuelga la ropa de todos los que habitan este lado del mundo

tú observas cómo la geometría de líneas rectas recortan el cielo entre los tejados y los párpados que están dormidos.

Y a estas horas las golondrinas salpican los puntos cardinales en la distancia que la mano no cubre.

Porque lo triste es que nosotros

solo podemos caer.

Y el filo de los edificios nos indica que ese es el límite marcado por nuestras propias posibilidades

afiladas como una lata de atún

pequeñas como una semilla de flor que todos pisan

porque lo triste de todo esto es que solo podemos

 

caer.

 

Y las cabezas que retiran el humo con las manos y con los trapos blancos sucios de arañas saben que si se asoman un poco más su cabello se extiende como las cortinas en una habitación vacía.

Y al mirar hacia el abismo vemos que todos nuestros huesos se adivinan en la arena

porque el futuro

en realidad

cabe en un cenicero pequeño o en el dedal de una anciana que vive dentro de un huevo de avestruz

y aunque los pájaros regresen a sus casas cuando la luna comienza su cena carnívora desde el único lugar al que no llegan las estaciones de tren

nosotros miramos hacia arriba

y una boca exclama:

—Solo podemos caer.

Y asustados construimos nidos en las alturas y crecemos como torres que saben que están hechas de miga de pan y de invierno

y nos recluimos en camas sucias y en ojos abiertos

y sentimos las espinas de los pulmones que no quieren comprender

que en realidad

solo podemos caer

a pesar de todas las plumas rojas y de todas las plumas azules y de los círculos de golondrina que se trazan en el aire como una aguja traza un hilo en el brazo de una niña de papel.

Caemos como las canciones del chico de la trompeta y los juguetes que ya no pueden crecer

y nos agarramos a la repisa de la ventana al sentir el trueno en la columna y las cosquillas en el vientre y los pies nos dicen que los finales están dentro de los zapatos así que los lanzamos y los cristales rompen y se derrumban hasta donde el mundo esconde todos los océanos y el agua salpica nuestros rostros y pensamos

 

—Solo podemos caer

 

y a pesar de eso pendemos de las cuerdas como un aro de plata en la oreja derecha y como una piedra en el pecho

a pesar de que de noche las ventanas parezcan de plata,

probamos un poco con la lengua,

un poco con las puntas de los dedos,

a qué sabe el aire que nos aguarda con los brazos abiertos y su dentadura en un vaso de agua tibia

mientras nos pican todos los mosquitos y se llevan la prueba de nuestra existencia en los labios y en sus venas de alambre transparente.

Solo podemos caer.

Pero ellos no.

Así que les permitimos recoger nuestras huellas y dejamos que los pájaros picoteen nuestros cráneos mientras la noche comienza a abrir sus piernas y a acoger todos los mendigos y todas las tristezas y todas las cosas que ya no existen.

Y nosotros, asombrados,

quietos, sonámbulos,

restos de uñas y de polvo y de pelos y de grasa

comprobamos

aterrados

que todos los destinos aterrizan en el suelo y viven bajo tierra rodeados de conejos hambrientos y de lombrices de la lluvia y que la silueta de los edificios delimita nuestros caminos como una burbuja se encierra en sí misma

así que alguien nos dice al oído:

 

—Lo triste es que solo podemos caer.

De Manual para la comprensión del insomnio (El Transbordador, 2019). [/symple_tab][/symple_tabgroup]

[symple_tabgroup][symple_tab title=»LO QUE SUCEDE CON LAS DESGRACIAS«]

Cuentan que aunque estés despierto bajo las sábanas,

algo te va arrancando las tripas, una a una,

cuando nadie te escucha rugir

y se ríe largamente.

Ellos me dijeron que ya no era yo, sino un rostro proyectado frente a una pared fragmentada.

Y me lo susurraron al oído, pero a ti te soplaron levemente al caminar por la acera,

por la orillita,

con cuidado de que las bicicletas azules no te rocen las piernas ni el pantalón negro manchado de arena.

 

Cuentan que cuando nadie está mirando,

alguien se oculta tras la puerta y observa cómo nuestros sueños nos retuercen los cuellos y los ombligos y faltan semillas para todo lo que supura sangre y polvo. Faltan semillas para todo lo que permanece tras los cristales.

Cuentan que cuando éramos pequeños

pesábamos lo correspondiente a un puñado de aves que tiemblan en el invierno y que esos cristales estallaban en nuestras manos formando raíces tibias,

y que cuando éramos pequeños

pisábamos las flores que ya no queríamos sin pensar en los seres que habitaban las hojas.

 

Pero como yo sabía todo esto,

una mano me empujó por la ventana sin preguntarme si hacía demasiado frío para mí o si había hecho la lista de la compra o ventilado mi cuarto. Estaba tranquila, caminando en un desierto en medio de mi cama,

sosteniendo un nudo de sombras en el puño derecho

cuando ellos resolvieron que sabía demasiado.

 

Porque conocía las historias que palpitan en los pozos y las arañas que se comieron todos los cuentos y el ritmo cardiaco de todos los mundos posibles. Conocía el secreto de un buen té helado y todo lo que no vemos cuando cerramos los ojos.

Cuando los tenemos cerrados.

Y se deslizan por un papel las desgracias en puntillas

con bata de algodón y laca de uñas

pensando que no las estamos viendo.

 

Cuentan que como no estamos mirando,

las desgracias se meten en los cajones y organizan nidos para sus crías,

más pequeñas,

con firmes aguijones.

Y como esto ya lo sabía,

me empujaron por la ventana mientras tú permanecías quieto,

ajeno a mis cristales en la piel y a las llagas

y yo rogaba al aire que me arrancaran todo lo que ya sabía

mirando de frente a las desgracias,

sostenida por un hilo finito

en el borde de la cama

mientras tú dormías.

De Manual para la comprensión del insomnio (El Transbordador, 2019). [/symple_tab][/symple_tabgroup]

[symple_tabgroup][symple_tab title=»CANCIÓN DE CUNA PARA LOS NIÑOS EN EL VIAJE«]

A la muerte se le da lengua de comer.

Y si no quiere comer,

se le canta en voz bajita.

Porque tiene los pies frágiles y se tuercen con cualquier movimiento brusco.

La muerte lanza monedas en el aire que nunca vuelven a caer,

y se lleva las voces en los bolsillos grandes y en los bolsillos pequeños:

voces que se rompen cuando se esconden en las manos

y se lleva los ojos y se lleva las monedas que cubren los ojos como un insecto cubre una hoja,

y lanza las monedas en el aire que nunca vuelven a la tierra.

 

A la muerte se le da lengua de comer,

con la boca muy abierta,

los valientes aguardan su turno como el que espera pacientemente el regalo prometido.

Y si no quiere comer,

se le canta en voz bajita.

 

Porque todos la llevamos clavada en los hombros como quien soporta el peso del mundo,

y escuchamos el ruido de unos pies frágiles que se arrastran con un tatuaje en cada tobillo:

las golondrinas que mueven las cosas

cuando las cosas están dormidas.

 

Y la muerte se acerca hambrienta porque tiene el cabello negro y lacio y es como una especie de criatura formada por las cabezas de todos aquellos que una vez conocieron a Edgar Allan y todos aquellos que una vez lo vieron sufrir. Y es a su vez ala de cuervo y a su vez mujer pálida de manos huesudas que tiene hambre porque nadie la ha invitado todavía a cenar un filete con patatas.

Porque todos quieren bailar con ella. Y eso gritan por la noche cuando los niños no pueden escucharnos.

Todos gritamos por las noches cuando pisamos las estrellas y pisamos los ojos de los muertos

que la muerte es esbelta y tiene el pelo negro y la piel pálida y un hueco en el pecho y arranca los corazones hundiendo su mano en cada uno de aquellos que aúllan una danza clandestina en el lago donde perdimos los nombres.

 

Y la muerte tiene hambre y busca la lengua

y hace autoestop y persigue a los extraños y se sube en los coches y deja un olor putrefacto a flores secas y a gusanos negros y se despide diciendo:

 

—Nos veremos.

 

Y arrastra sus pies frágiles y su chaqueta de humo negra hasta la voz del que quiso bailar con ella y cuando llega se salta todas las alarmas y abre todas las puertas para encontrarse con que todo era mentira.

Todo era mentira.

Como el papel de plata que envuelve el vacío.

Y el chico que le rogaba se esconde en la cama cubierto de sudor y de polvo y en pijama de cuadros cierra los ojos para que ella no le vea.

Porque el chico que rompía los cristales y esperaba en las escaleras la llegada de la chica de piel pálida y cabello negro y largo y sucio de tanta tierra tiene miedo de que al tocarla caiga su casa sobre sus piernas y caiga el tejado y todos los gatos que habitan los rincones sin luz.

Así que le deja un plato con sobras y le llama espíritu y le llama magia y le llama mal sueño y le llama indigestión.

Y en el plato un poco de pan y un caldo de pescado porque no sabe que a la muerte,

cuando tiene hambre,

hay que darle lengua.

Y que es una mujer como un hombre son los laberintos y como una mujer son las espirales y como un hombre son los aviones y como una mujer es la tierra.

Por el día sale a comprar leche y frutos secos y los que la ven pueden escuchar las voces que se llevó en sus bolsillos,

y por la noche busca habitaciones donde dormir un poco con los ojos cerrados y ese olor a flores secas y esas piedrecitas en el cabello y esas venas en las manos.

 

A la muerte se le da lengua de comer.

Y eso lo saben los niños porque sus abuelos se lo cuentan por si acaso un día se la encuentran en una carretera pisando las moras que ellos olvidaron.

Y si no quiere comer,

se le canta en voz bajita.

 

Pero nunca se le hacen promesas.

De El circo volador (Versátiles, en prensa). [/symple_tab][/symple_tabgroup]

[symple_tabgroup][symple_tab title=»LA HUIDA«]

Estábamos en la boca de todas las junglas

los ojos cubiertos de sal y las manos guardadas en donde nadie podía verlas

porque llevaban cuchillos afilados y mentiras apretadas en los bolsillos,

de esas que se dicen en voz alta con la cara mirando directamente a la luna como quien quiere pegar un disparo o como quien no tiene miedo.

Estábamos en la boca y estábamos en el estómago y había gente oculta tras los árboles,

gente que esperaba los arañazos con los dedos dentro de los troncos oscuros y gente que tenía talento para ocultar la verdad dentro de un abrigo con capucha amplia.

Y había tiniebla y había susurros y había el ruido de alguien que grita porque no sabe todavía que está a punto de morir en el medio de una garganta.

Estábamos en el último de los países habitados,

recuerdo que se habían llevado

todos los pájaros y todo lo bello atado con un cordel en la punta de la lengua

y nosotros atrapados,

moscas con pulmonía y huesos en un montoncito de tierra,

dentro del bosque donde había gente que se ocultaba tras los árboles

y yo me llevaba la mano a la boca y en lugar de un grito

sentía que los dientes se habían perdido por un camino de piedras y que masticaba cristales y la noche entraba en nuestros cráneos,

entraba como entran los objetos puntiagudos,

y con los brazos apartábamos las aves nocturnas que venían a enterrar sus picos en nuestro pecho porque ahí estaba todo el alimento.

Las ciudades se desplegaban fuera de la jungla de los árboles negros y los nidos abandonados que cubrían las ramas como un sombrero cubre una tumba,

y en las ciudades estaban las sombras con los ojos incrustados como alfileres en los dedos,

y estaban los nombres de aquellos que son papel y son lluvia

y esperan sentados en un banquito frente a un espejo donde se recoge el trazo de lo que pudo haber sido.

Estábamos enredados en las hojas y en las plumas y con los vientres encogidos porque las bestias esperaban fuera y detrás de los árboles

había gente esperando,

silenciosa como son los secretos en el cuello

y gente con los ojos cerrados y dentro de los árboles y sobre ellos.

Estábamos en la boca oculta de la jungla,

había vallas de oro y caminábamos en círculos

como el que está perdido y busca su cuerpo sobre el suelo,

con las manos en el frío y las rodillas empapadas.

Era de noche y yo temblaba porque la gente acechaba detrás de los árboles y no podíamos escapar.

Estábamos pero creo que estaba sola o creo que estaba con ellos,

los que nunca aparecen pero se llevan en la memoria como llevamos un cristal en el pecho,

y en el medio de la noche,

y de la piedra en el aire,

y de los ojos cerrados y las bestias rugiendo,

una niña entraba en el vientre pidiendo perdón como quien tira los platos al suelo y se recoge la falda y entra en una casa que no conoce,

tenía el cabello castaño y la piel de plata y las manos sucias,

y dijo

justo cuando la noche estaba dentro de los cuerpos como las olas que tragan la tierra:

«que aquí todo se acaba.

Corred».

De El circo volador (Versátiles, en prensa). [/symple_tab][/symple_tabgroup]

 

Un comentario en “Poesía de Alicia Louzao, fragmentos de dos libros”

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