Un siglo del poeta obsesionado con el silencio

Escribe| Roberto Bayot


Hoy se recuerdan 100 años del nacimiento del poeta chileno Gonzalo Rojas (Lebu, 1916Santiago de Chile, 2011), quien fue un inalterable defensor de los silencios en la poesía, al acostumbrar otorgarles prioridad expresiva de tal forma que al leer sus textos en voz alta permitan vislumbrar en ellos los «claros» o «sigilos» que entrañan la aproximación al fenómeno de la creación poética.

En toda su obra palabras como oscuridad, relámpago, silencio, metamorfosis o placer se repiten incesantemente como registro fiel de sus primeros impulsos de la juventud y al mismo tiempo de su evolución como autor provecto, al portar en cada ocasión un sentido renovado que se adhiere a un mismo organismo, a un mismo libro que rejuvenece con los años. Rojas en la etapa final de su vida lo reconoció sin pudor: «Sé que me repito pero qué le voy a hacer. Soy la metamorfosis de lo mismo».

En sus inicios estuvo adscrito al grupo La Mandrágora, rama chilena del movimiento surrealista. A la par de su producción poética se dedicó a la docencia universitaria y a la gestión cultural.

Durante su larga vida, que se prolongó con la longevidad de casi un siglo, están presentes sus innumerables traslados físicos a lo largo del mundo, en un recorrido que partió en su natal Lebu (al sur de Chile) y que lo llevó a escribir su obra en urbes tan disímiles como Valparaíso, Concepción, París, Pekín, La Habana, Moscú, Rostock, Caracas, Nueva York, Pittsburgh, Austin o Chicago. Finalmente decidió retirarse en su etapa final en Chillán o Chillán de Chile, como le gustaba renombrar a la ciudad desde la que vio consolidado el trabajo de toda su vida y en la que fue enterrado.

En su madurez se le otorgaron importantes reconocimientos entre los que destacan el Premio Nacional de literatura de Chile en 1992, el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 1992 y el Premio Cervantes en el 2003.

La crítica ha situado su obra en una tensión entre lo sagrado y lo libertino, entre lo místico y lo mundano. Cabe destacar que en la etapa final de su producción se suma a esta constante dentro de su poesía el ensamble de lo culto con lo popular, de la palabra propiamente asumida por la cultura como poética con la oralidad del «roto chileno», a lo que llamaba «disipasión».

Entre su bibliografía destaca su debut como autor con La miseria del hombre (1948), tras un largo silencio continua con Contra la muerte (1964), más adelante publica Oscuro (1977). A partir de ese momento se irán sumando una serie de títulos y antologías donde se revisan, se acortan y se aumentan textos pero que guardan el influjo primigenio de sus primeros libros, sin dejar de macerarse por la visión de la experiencia. En su etapa de madurez se puede mencionar Transtierro (1979), Del relámpago (1981), 50 poemas (1982), El alumbrado (1986), Zumbido (1991), Metamorfosis de lo mismo (2000), Esquizo (2007), entre otros.

De tal forma que en Aullido queremos recordar su poesía con una selección panorámica tomada del libro Íntegra, editado por el Fondo de Cultura Económica en 2012, a pocos meses de su muerte, donde se recoge como bien señala el título toda su producción poética cronológicamente entre 1939 y 2010.

Para esta selección panorámica de 12 poemas de Gonzalo Rojas hemos optado por tres criterios que entrañan buena parte de su corpus poético, como es el erotismo, el misterio creativo de la poesía, la protesta ante la violación de los Derechos humanos y el exilio.

Los poemas Fornicio, A unas muchachas que hacen eso en lo oscuro, La palabra placer y Ballerina pertenecen a la etapa de madurez de la reflexión del erotismo que coincidió con su exilio por la dictadura militar en Chile, entre la década del setenta y ochenta. El texto ¿Qué se ama cuando se ama?, proviene de 1954 y probablemente es su poema más recordado. Por otro lado, La lepra data de su primer libro en el que se da cuenta de su resistencia a la academia, mientras que Carta al joven poeta para que no envejezca nunca registra su experiencia como creador que se reinventa desde un mismo lugar.

En el caso de Al silencio y La palabra coinciden en Contra la muerte (1964), y son testimonio de la característica más radical del autor como es el vital silencio que la palabra poética entraña en su sentido más hondo.

En tanto, en Concierto el poeta rescata la irrenunciable tradición a la que todo poeta tarde o temprano termina asumiendo. Para finalizar se incluyen los textos Desde abajo y Domicilio en el Báltico escritos a fines de los setenta en su etapa como exiliado político en la República Democrática Alemana (RDA), en el primero registra el terror que se vivía en su país y en toda Latinoamérica dominados por las dictaduras militares, mientras que en el segundo denuncia la opresión en la que vivía tras escapar de un régimen autoritario a otro que supuestamente no lo era, al punto que el texto fue censurado ahí.

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El fornicio

Te besara en la punta de las pestañas y en los pezones, te turbulentamente
º  besara, mi vergonzosa, en esos muslos
de individua blanca, tocara esos pies
para otro vuelo más aire que ese aire
felino de tu fragancia, te dijera española
mía, francesa mía, inglesa, ragazza,
nórdica boreal, espuma
de la diáspora del Génesis, ¿qué más
te dijera por dentro?
º                                               ¿griega,
mi egipcia, romana
por el mármol?
º                                               ¿fenicia,
cartaginesa, o loca, locamente andaluza
en el arco de morir
con todos los pétalos abiertos,
º                                                                        tensa
la cítara de Dios, en la danza
del fornicio?

Te oyera aullar,
te fuera mordiendo hasta las últimas
amapolas, mi posesa, te todavía
enloqueciera allí, en el frescor
ciego, te nadara
en la inmensidad
insaciable de la lascivia,
º                                                           riera
frenético el frenesí con tus dientes, me
arrebatara el opio de tu piel hasta lo ebúrneo
de otra pureza, oyera cantar a las esferas
estallantes como Pitágoras,
º                                                            te lamiera,
te olfateara como el león
a su leona,
º                         parara el sol,
fálicamente mía,
º                                     ¡te amara!

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A unas muchachas que hacen eso en lo oscuro

Bésense en la boca, lésbicas
baudelerianas, árdanse, aliméntense
o no por el tacto rubio de los pelos, largo
a largo el hueso gozoso, vívanse
la una a la otra en la sábana
perversa,
º                y
áureas y serpientes ríanse
del vicio en el
encantamiento flexible, total
está lloviendo peste por todas partes de una costa
a otra de la Especie, torrencial
el semen ciego en su granizo mortuorio
del Este lúgubre
al Oeste, a juzgar
por el sonido y la furia del
espectáculo.
º                      Así,
equívocas doncellas, húndanse, acéitense
locas de alto a bajo, jueguen
a eso, ábranse al abismo, ciérrense
como dos grandes orquídeas, diástole y sístole
de un mismo espejo.
º                                      De ustedes
se dirá que amaron la trizadura.
Nadie va a hablar de belleza.

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La palabra placer

La palabra placer, cómo corría larga y libre por tu cuerpo la palabra placer
cayendo del destello de tu nuca, fluyendo
blanquísima por lo vertiginoso oloroso de
tu espalda hasta lo nupcial de unas caderas
de cuyo arco pende el Mundo, cómo lo
músico vino a ser marmóreo en la
esplendidez de tus piernas si antes hubo
dos piernas amorosas así considerando
claro el encantamiento de los tobillos que son
goznes que son aire que son
partícipes de los pies de Isadora
Duncan la que bailó en la playa abierta para Serguei
Iesénin, cómo
eras eso y más para mí, la
danza, la contradanza, el gozo
de olerte ahí tendida recostada en tu ámbar contra
el espejo súbito de la Especie cuando te vi
de golpe, ¡con lo lascivo
de mis dedos te vi!, la
arruga errónea, por decirlo, trizada en
lo simultáneo de la serpiente palpándote
áspera del otro lado otra
pero tú misma en la inmediatez de la sábana, anfibia
ahora, vieja
vejez de los párpados abajo, pescado
sin océano ni
nada que nadar, contradicción
siamesa de la figura
de las hermosas desde el
paraíso, sin
nariz entonces rectilínea ni pétalo
por rostro, pordioseros los pezones, más
y más pedregosas las rodillas, las costillas:
º                                                               -¿Y el parto, Amor,
el tisú epitelial del parto?
De él somos, del
mísero dos partido
en dos somos, del
báratro, corrupción
y lozanía y
clítoris y éxtasis, ángeles
y muslos convulsos: todavía
anda suelto todo, ¿qué
nos iban a enfriar por eso los tigres
desbocados de anoche? Placer
y más placer. Olfato, lo
primero el olfato de la hermosura, alta
y esbelta rosa de sangre a cuya vertiente vine, no
importa el aceite de la locura:
º                                                     -Vuélvete, paloma,
que el ciervo vulnerado
por el otero asoma.

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Ballerina

Ni que fueras tabla recién cortada por lo olorosa con el frescor
Seco de tu piel, oh adúltera
mía, perfecta mía, desertora
mía, casada con el aire, y
la locura de bailarlo todo, del Bolshoi
a la libertad quebradiza en el cruce
crucial del aleteo de unas palomas
contra otras, el escenario
níveo de las piernas, el mármol,
las luces, lo levísimo
y el desgarrón,
º                                  ni
que me fueras por lúcida piedramente adivina
en la circunstancia para durar ahí, sin
ahí ni ahora, ni velocidad
de nada, unas plumas
desnudas de muchacha, esa escalera
de visión interminable, inescrutable hacia arriba, pintada
loca para ser,
º                                ni que sin último ni último me
fueras tú la música, el vidrio yo, la nube tú
mortal del Apocalipsis en tu animal de ámbar, la uva
de la resurrección, el otro cuerpo, y estas palabras
no más fotográficas se perdieran en el hilo
de ningún teléfono de humo, mía
amapola blanca de los Urales, espiga
cuando la danza.

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¿Qué se ama cuando se ama?

¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios: la luz terrible de la vida
o la luz de la muerte? ¿Qué se busca, qué se halla, qué
es eso: amor? ¿Quién es? ¿La mujer con su hondura, sus rosas, sus volcanes,
o este sol colorado que es mi sangre furiosa
cuando entro en ella hasta las últimas raíces?
¿O todo es un gran juego, Dios mío, y no hay mujer
ni hay hombre sino un solo cuerpo: el tuyo,
repartido en estrellas de hermosura, en particular fugaces
de eternidad visible?
Me muero en esto, oh Dios, en esta guerra
de ir y venir entre ellas por las calles, de no poder amar
trescientas a la vez, porque estoy condenado siempre a una,
a esa una, a esa única que me diste en el viejo paraíso.

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La lepra

Todavía recuerdo mi clase de Retórica.
Ceremonia del Juicio Final. Un gran silencio
hasta que el Profesor irrumpía: «Sentaos».
«Os traigo carne fresca». Y vaciaba un paquete
de algo blando y viscoso
envuelto en diarios viejos como un pescado crudo,
sobre la mesa en que él oficiaba su misa.

«Capítulo primero». «El estilo del hombre
corresponde a un defecto de su lengua». Y mostraba
una lengua comida por moscas de ataúd
para ilustrar su tesis con la luz del ejemplo.

«Mirad: la lengua inglesa no es la lengua española».
«Aquí tengo la lengua de Cervantes. Su forma
de espada no coincide
con el hueco del paladar». El Profesor hablaba
de condiciones, rasgos, influencias,
metáforas, estrofas. Y cada afirmación
era probada por la Crítica.

Ahora bien, los puntos de vista de la Crítica
—pobres cuencas vacías—
eran toda esa carne palpitante
saqueada a los distintos cementerios:
lenguas, dientes, narices, pulmones, vientres, manos
que un día fueron órganos de los grandes autores
hoy tumores malignos servidos en bandejas
por profesores-asnos a sus discípulos-asnos
adentro de una sala-alcantarilla.

Donceles y doncellas extasiados
copiaban en «papeles» todas las proporciones
de la obra maestra: las leyes de la lírica,
la épica y dramática, causas y consecuencias,
la decadencia, el desarrollo
de las literaturas.

Ante tal entusiasmo
el olor de los restos de los grandes autores
se mezclaba al olor de esos bellos difuntos
sentados en la silla de su propio excremento,
y una sola corriente de inmundicia era el aire,
mientras la admiración llegaba al desenfreno
cuando ese Profesor: «Si aprendéis —nos decía—
los requisitos de la creación,
seréis fieros rivales de Goethe, y superiores».

Y cerraba su clase.
Guardaba todos los despojos nauseabundos
en su paquete, y con frente en alto,
coronado en laurel por su buen éxito
nos volvía la espalda como un Dios del Olimpo
que regresa a su concha.

Todavía recuerdo mi clase de Retórica
en que la vida y la belleza
eran un plato de carne podrida.

Yo tuve que cortarme la lengua en la raíz
para librarme de la lepra.

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Carta al joven poeta para que no envejezca nunca

Repita usted siete veces: no hay
rata curativa y sanará, repita, repita,
hasta que las palomas salgan volando del pantano
y aparezca Lautréamont como por encanto
riendo sin paraguas
ni mesa de disección, ¡pamplina
el azar!, el juego es otro
y no se sabe cuál, no hay
belleza convulsiva ni menos
hada, ni
mucho menos computación, la apuesta
es distinta, usted
mismo es la musa con sus zapatos hamletianos de rey
sin nadie adentro diciendo el to be
o el not to be de la farsa
parado ante nadie desde el momento
que el momento va a estallar, se lo digo, repita,
repita: no hay rata
curativa, toda rata acarrea peste.

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Al silencio

Oh voz, única voz: todo el hueco del mar,
todo el hueco del mar no bastaría,
todo el hueco del cielo,
toda la cavidad de la hermosura
no bastaría para contenerte,
y aunque el hombre callara y este mundo se hundiera
oh majestad, tú nunca,
tú nunca cesarías de estar en todas partes,
porque te sobra el tiempo y el ser, única voz,
porque estás y no estás, y casi eres mi Dios,
y casi eres mi padre cuando estoy más oscuro.

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La palabra

Un aire, un aire, un aire,
Un aire,
Un aire nuevo:
º                                   no para respirarlo
º                                   sino para vivirlo.

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Concierto

Entre todos escribieron el Libro, Rimbaud
pintó el zumbido de las vocales, ¡ninguno
supo lo que el Cristo
dibujó esa vez en la arena!, Lautréamont
aulló largo, Kafka
ardió como una pira con sus papeles: —Lo
que es del fuego al fuego; Vallejo
no murió, el barranco
estaba lleno de él como el Tao
lleno de luciérnagas; otros
fueron invisibles; Shakespeare
montó el espectáculo con diez mil
mariposas; el que pasó ahora por el jardín hablando
solo, ése era Pound discutiendo un ideograma
con los ángeles, Chaplin
filmando a Nietzsche; de España
vino con noche oscura San Juan
por el éter, Goya,
Picasso
vestido de payaso, Kavafis
de Alejandría; otros durmieron
como Heráclito echados al sol roncando
desde las raíces, Sade, Bataille,
Breton mismo; Swedenborg, Artaud,
Hölderlin saludaron con
tristeza al público antes
del concierto:
º                             ¿qué
hizo ahí Celan sangrando
a esa hora
contra los vidrios?

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Desde abajo

Entonces nos colgaron de los pies, nos sacaron
la sangre por los ojos,
º                                                             con un cuchillo
nos fueron marcando en el lomo, yo soy el número
25.033,
º               nos pidieron
dulcemente,
casi al oído,
que gritáramos
viva no sé quién.
º                                 Lo demás
son estas piedras que nos tapan, el viento.

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Domicilio en el Báltico

Tendré que dormir en alemán, aletear,
respirar si puedo en alemán entre
tranvía y tranvía, a diez kilómetros
de estridencia amarilla por hora, con esta pena
a las 5.03,
º                        ser exacto
y silencioso en mi número como un lisiado
más de la guerra, mimetizarme coleóptero
blanco.

Envejecer así, pasar aquí veinte años de cemento
previo al otro, en este nicho
prefabricado, barrer entonces
la escalera cada semana, tirar la libertad
a la basura en estos tarros
grandes bajo la nieve,
º                                                          agradecer,
sobre todo en alemán agradecer,
supongo, a Alguien.


Para más información sobre el poeta: Fundación Gonzalo Rojas.

2 comentario en “Un siglo del poeta obsesionado con el silencio”

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